jueves, 11 de junio de 2020

Defensor de los negros: “MATAR UN RUISEÑOR”, de ROBERT MULLIGAN



El pasado 25 de mayo, George Floyd, afroamericano, murió en una calle del barrio de Powderhorn, Minneapolis, como consecuencia de una acción producida en el curso de una custodia policial. Floyd había sido detenido bajo la presunta acusación de haber intentado pagar en una tienda de comestibles con un billete de 20 dólares falso. Uno de los cuatro agentes de policía que le detuvieron, Derek Chauvin, aplicó sobre Floyd una técnica legal de inmovilización, consistente en presionarle el cuello con la rodilla tras haberlo tumbado boca abajo. Dicha acción duró 8 minutos y 46 segundos. A pesar de las quejas en voz alta del detenido, alertando de que se estaba asfixiando (sus palabras “I can’t breathe”, no puedo respirar, han devenido tristemente célebres), George Floyd perdió el conocimiento y, tras ser trasladado al hospital, allí fue declarado muerto. También se le había oído suplicar otra cosa: “Mamá… mamá…”, que, como conoce cualquier persona que haya tenido la desgracia de presenciar una agonía, es algo que suele salir de la boca de quienes saben que van a morir. (La foto del mural que encabeza estas líneas es de Lorie Shauli –cita obligada– y ha sido tomada de la web Wikipedia [1] a efectos exclusivamente ilustrativos.)


[NOTA BENE: CRÍTICA REVISADA ORIGINALMENTE PUBLICADA EN “DIRIGIDO POR…”, N.º 328 (NOVIEMBRE 2003), SECCIÓN “EL FILM REENCONTRADO”.] Si bien el prestigio de Matar un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962), probablemente la mejor película de Robert Mulligan, no ha dejado de aumentar con el paso del tiempo, hasta el punto de haberse convertido en uno de los clásicos más sólidos y respetados del cine norteamericano de estos últimos sesenta años, una vez más hay que recordar que tras la misma, y sin que ello suponga la menor disminución de sus méritos (aumentándolos, si cabe), se encuentra la magnífica novela homónima de la escritora Nelle Harper Lee, conocida simplemente como Harper Lee, gracias a la cual ganó el premio Pulitzer en 1961, año de su primera edición española a cargo de Bruguera. Nacida en Monroeville, Alabama, su autora plasmó en Matar un ruiseñor buena parte de los recuerdos de su juventud en aquella zona sureña, hasta el punto de que el relato –cuya lectura no dudo en recomendar con entusiasmo– está escrito en primera persona y narrado desde la perspectiva de la niña Jean Louise Finch, a la que todos apodan Scout. Asimismo, otros personajes del libro tienen sus referentes reales, como por ejemplo el abogado Atticus Finch, padre de Scout y del hermano de esta, Jem, inspirado en el propio padre de Harper Lee, algo que también ocurre con el personaje secundario del pequeño Dill, un amigo de los hijos de Atticus que es una especie de émulo de Truman Capote, vecino de la escritora en Monroeville.


No voy a extenderme en una comparación entre el argumento de la novela y el film, dado que se parecen bastante y las diferencias que hay entre ambos no son demasiado substanciales. Probablemente ello se deba a la actitud de profundo respeto que los responsables de la película, el realizador Robert Mulligan, el productor Alan J. Pakula y el guionista Horton Foote, manifestaron en todo momento hacia un libro que veneraban y que, sobre todo en los Estados Unidos, tiene tanto prestigio que algunos estudios han llegado a considerarlo como el más influyente del país después de la Biblia. Según parece fue Pakula –cuya labor como productor probablemente sea más interesante que su irregular trayectoria posterior como director– quien intentó convencer a Harper Lee para que adaptara ella misma su novela y, tras su negativa, tuvo que insistirle a Horton Foote para que lo hiciera, algo a lo que este último se resistía tanto por su devoción hacia el libro como por su poca experiencia como guionista cinematográfico. En aquella época, el único crédito de Horton Foote como guionista consistía en su guion para Storm Fear (1955), a falta de mayores datos una modesta película policíaca dirigida y protagonizada por Cornel Wilde, a quien secundaban en el reparto su esposa Jean Wallace, Dan Duryea y Lee Grant.


El episodio a mi entender más interesante de la obra de Harper Lee que no se encuentra reflejado en el film de Mulligan reside en la historia protagonizada por la Sra. Dubose, una anciana huraña que se sienta en el porche de su casa y está tan orgullosa de las orquídeas blancas de su jardín que siempre está riñendo a Jem y Scout porque en ocasiones pasan por su finca sin ser cuidadosos con ellas. Un día, Jem destroza las orquídeas en un acceso de furia y, para compensar a la anciana por el destrozo causado, su padre le obliga a ir a la casa de la Sra. Dubose para leerle mientras ella reposa en su lecho. Tiempo después, la anciana muere, y es entonces cuando Atticus le explica un secreto a Jem: que la Sra. Dubose era adicta a la morfina, como consecuencia de un largo tratamiento médico contra el dolor, y que antes de morir había decidido desengancharse de la droga. De este modo, mientras escuchaba o fingía escuchar al niño que le leía junto a la cama, en realidad su cuerpo y su mente estaban luchando contra la morfina. “Era la persona más valiente que he conocido en mi vida”, concluye Atticus. En cambio, en la película, el personaje de la Sra. Dubose –encarnado por la actriz Ruth White– está reducido a un rol más secundario, por más que su presencia contribuye a la consolidación del ambiente que se describe y a la caracterización de los personajes que se mueven en ese entorno.

Mary Badham y Robert Mulligan.


Según parece también fue insistencia de Pakula la idea de incluir algunos pequeños fragmentos de la narración en off de Scout adulta –con la voz, en su versión original, de la actriz Kim Stanley–, como el que abre el film, tanto por respeto hacia la obra de Harper Lee como por la posibilidad de introducir mediante esa voz en off –junto con los imaginativos títulos de crédito diseñados por Stephen Frankfurt– la peculiar atmósfera que domina toda la película. La narración de la adulta Scout nos presenta el escenario principal del relato: la pequeña localidad de Maycomb, Alabama, en el año 1932. La extraordinaria fotografía en blanco y negro de Russell Harlan, en combinación con el elegante empleo del formato panorámico por parte del realizador y la evocadora calidez de la excelente partitura compuesta por Elmer Bernstein (que el mismo compositor consideraba, no sin razón, la mejor de su carrera), sumerge al espectador en un mundo sencillo y reconocible, pero, al mismo tiempo, bañado por esa sensación de irrealidad propia de las cosas embellecidas por la memoria.


Matar un ruiseñor es un relato dominado por un clima que oscila entre lo fantástico y lo realista, la nostalgia y la crónica, la evocación infantil de unos hechos del pasado y la mirada reflexiva y desde una perspectiva adulta sobre esos mismos acontecimientos pretéritos. Se han hecho muchas y muy buenas películas sobre la infancia, aunque a mi entender Matar un ruiseñor pertenece a una categoría especial dentro de estas últimas. No tiene ni pretende tener el sentido doloroso de otras evocaciones de este estilo como, por ejemplo, las mostradas por Roberto Rossellini en Germania, anno zero (1947), René Clément en Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952), François Truffaut en Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), Jack Clayton en ¡Suspense! (The Innocents, 1960) o Alexander Mackendrick en Viento en las velas (High Wind in Jamaica, 1965), es decir, relatos protagonizados por niños, pero siempre desde un punto de vista lúcidamente adulto. Más bien se inscribe en otro tipo de films en los que el contexto infantil y el adulto se fusionan en una sola cosa, hasta el punto de que uno y otro conviven dentro de un mismo contexto gracias a una puesta en escena que oscila entre la fantasía y el realismo, pero sin decidirse completamente por una u otra tonalidad genérica. Pienso, sin salirnos del ámbito del cine estadounidense, en títulos como El otro (The Other, 1972), no por casualidad del propio Mulligan, o la incomprendida obra de Steven Spielberg E.T., el extraterrestre (E.T. The Extra-Terrestrial, 1982), que todavía sigue estando considerada una mera fantasía infantiloide de ciencia ficción, siendo en realidad –como muy bien sugirió alguien tan poco sospechoso de sentimentalismo como el novelista Martin Amis– una aguda digresión sobre la imposibilidad de recuperar la infancia.


Tampoco hay que echar en saco roto la adscripción de Matar un ruiseñor dentro de ese género tan poco estudiado entre la crítica española como es el conocido bajo la denominación Americana, dentro del cual se engloban una serie de películas, naturalmente de nacionalidad estadounidense, cuyo denominador común consiste en tener como tema de fondo a los Estados Unidos de América, entendidos no tanto en sentido político o patriótico (aun sin excluir ambos) como, sobre todo, en sentido emocional y espiritual. El Americana trata, en última instancia, de América y de los sentimientos más íntimos de los norteamericanos, y cuenta con antecedente tan ilustres como Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940) y, en particular, The Sun Shines Bright (1953), ambas de John Ford, o ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life!, 1946), de Frank Capra, siendo un género ampliamente cultivado por el cine norteamericano de estas últimas décadas, como demuestran El cazador (The Deer Hunter, 1978), de Michael Cimino, Nacido el 4 de Julio (Born on the Fourth of July, 1989), de Oliver Stone –en acertadas palabras del amigo Antonio José Navarro, “un film no narrativo sobre la tragedia de ser americano” (en su estudio Oliver Stone. El compromiso inexistente, publicado en el n.º 221 de DIRIGIDO POR…, febrero 1994)–, La tormenta de hielo (The Ice Storm, 1997), de Ang Lee, o La última noche (The 25th Hour, 2003), para el que suscribe todavía hoy la mejor película de Spike Lee. En este sentido, la América que aparece retratada en Matar un ruiseñor es, por encima de todo, un espacio de base realista pero marcado por emociones que surgen de una conciencia nacional inspirada, a su vez, en una especie de modelo espiritual: un retrato trazado con gruesos rasgos de realidad, pero coloreado por la paleta del idealismo.


Como ya hemos mencionado líneas atrás, el film de Mulligan se distingue por su elaborada creación de una atmósfera a medio entre lo realista y lo fantasioso, a tono con la concordancia de miradas adultas e infantiles sobre las que se construye el relato. La película aparece en todo momento narrada, aparentemente, desde la perspectiva de la pequeña Scout (Mary Badham, hermana del realizador John Badham), pero en la práctica Matar un ruiseñor arroja –como en el libro de Harper Lee– un amplio abanico de miradas: el retrato del abogado Atticus Finch (un excelente Gregory Peck) resulta convincente tanto por las sensaciones que de él transmiten sus hijos Scout y Jem (Philip Alford) como por su actitud a la hora de llevar la defensa de un hombre negro (Tom Robinson: Brock Peters), acusado de haber golpeado y violado a una chica blanca (Mayela Ewell: Collin Wilcox), o por la admiración que despierta sobre todo en Jem cuando, de un certero disparo, es capaz de liquidar un perro rabioso (descubriéndose así que Atticus fue el mejor tirador de su pelotón en el ejército: descubriéndose, por tanto, a un ser humano lleno de inesperados matices), o por su firmeza a la hora de rehuir la violencia cuando el irascible padre de Mayela (Bob Ewell: James Anderson) le escupe a la cara intentando provocarle.


En este último sentido hay que reconocer que, independientemente de que contara con el apoyo de una excelente novela, un notable equipo técnico y un espléndido elenco de intérpretes, Robert Mulligan supo desarrollar aquí una puesta en escena que se encuentra en perfecta consonancia con el espíritu de la propuesta. Por más que hoy en día este es un concepto que parece haber caído en desuso, el sentido de un film no se deriva tanto de su guion como, en particular, de la labor del director a la hora de planificarlo. Solo hay que ver el peso que tienen dentro de los encuadres diversos elementos del decorado que no se limitan a “llenar” el plano sino que, además, contribuyen con su presencia a describirnos el ambiente del relato: las vallas de madera que rodean las viviendas de Maycomb (y que tanta importancia tienen en las excursiones de los niños a la casa de ese temido personaje sin rostro llamado Boo Radley); el neumático que usa Scout para columpiarse; los balancines de madera en los porches, que según las ocasiones sirven para conversar, para meditar en solitario (Scout y Jem hablan en su dormitorio sobre su madre muerta mientras, sentado fuera, Atticus les escucha: formidable escena y gran actuación de Gregory Peck), o incluso para sugerir extrañas amenazas (el asiento que golpea la pared de la casa de Boo Radley, imagen retomada por Sam Raimi en Posesión infernal [Evil Dead, 1982]); la aparición, casi anacrónica, de los coches en calles muchas de ellas sin asfaltar (secuencia del perro rabioso); la salida de la escuela, en la que los niños reflejan con su conducta las inquietudes de sus padres (Scout se pelea con otro chico porque ha llamado a Atticus “defensor de los negros”); el piso superior de la sala del tribunal donde se arremolinan los negros, separados de los blancos, durante el juicio a Tom Robinson…


Matar un ruiseñor está llena de pequeños detalles que, en un sentido similar al expuesto en cuanto a la utilización del decorado, contribuyen a la descripción de los personajes y ambientes: el reloj de bolsillo que Scout acaricia con delectación y que está destinado a ser heredado por Jem; Scout estrenando un vestido “de niña” para ir a la escuela; el gesto de Atticus, tirando sus gafas para poder afinar la puntería cuando dispara contra el perro; su manera de cerrar el libro que está leyendo cuando, en la puerta de la cárcel, presiente la llegada del grupo de ciudadanos que quiere linchar a Tom Robinson; el peso dramático del crucial detalle del brazo inútil de Tom Robinson durante el juicio… Muchas secuencias de la película están revestidas de una aureola casi sobrenatural que las aproximan al género fantástico y suponen en cierto sentido, como ya he apuntado, un anticipado de lo ensayado por el propio Mulligan en su posterior El otro. Son inolvidables al respecto los momentos, ya mencionados, en los que los niños Jem, Scout y Dill (John Megna) –este último convertido, por cierto, en “Tití” (sic) por obra y gracia del doblaje español– se aproximan a la vivienda de Boo Radley, personaje misterioso rodeado de una aureola de terror y sobre el cual corren todo tipo de leyendas urbanas; particularmente notable es la secuencia nocturna en la que los chiquillos llegan hasta el porche mismo de la casa de Boo  y la sombra de este último, convertido así en una especie de monstruo fabuloso, se proyecta, aparentemente amenazadora, muy cerca de Jem.


Pero no es este el único ejemplo de cómo Mulligan consigue imprimir un sentido concreto y una determinada atmósfera en virtud de la planificación. Véase la terrorífica aparición de Nathan Radley (Richard Hale), el padre de Boo y con fama de ser “el hombre más malvado del mundo”, taponando con cemento el hueco del árbol que su hijo usa para dejarle pequeños regalos a Jem. Resulta asimismo extraordinario ese instante en que Bob Ewell, completamente borracho, acecha a Jem, que está esperando a su padre en el interior del coche: el plano desde el punto de vista subjetivo del niño en el que Ewell pone su sucia mano sobre el cristal de la ventanilla, como si quisiera agarrarle; el segundo plano subjetivo desde la perspectiva de Jem que cierra la secuencia, con la cámara situada detrás de la ventanilla trasera del vehículo en marcha mientras, a lo lejos, vemos cómo la tambaleante figura del borracho se va haciendo más y más pequeña. Asimismo, Mulligan recurre a ciertas convenciones del cine fantástico para resolver la crucial secuencia nocturna en la que Jem y Scout son agredidos por el vengativo Bob Ewell y salvados in extremis por el temido Boo Radley: Jem y Scout, esta última metida en un disfraz de jamón que le impide moverse con rapidez (tan solo vemos sus ojos mirando por una rendija), atraviesan el campo; Mulligan combina planos siempre a la altura de la visión de los niños con amenazadores planos subjetivos de alguien invisible a los ojos del espectador que está oculto entre el follaje; el ataque de Ewell, acompañado de un efecto sonoro que parece el rugido de un monstruo (¡), y la pelea de Boo contra el primero están rodados con planos cerrados que impiden ver el rostro de los contendientes; Boo Radley recoge al herido Jem y lo lleva a casa en brazos, en una imagen que parece sacada de la iconografía del cine fantástico clásico… Víctor Erice y Ángel Fernández Santos no se inventaron nada cuando equipararon imaginación infantil y terrores adultos en la sobrevalorada El espíritu de la colmena (1973) por mediación del recurso onírico al Monstruo de Frankenstein.


El título de la novela y del film es Matar un ruiseñor, y no Matar a un ruiseñor, como aparece erróneamente en ocasiones, sobre todo en las ediciones físicas españolas de la película. Aunque puedan parecer iguales, ambos títulos no significan lo mismo. Matar a un ruiseñor se refiere a la acción específica de matar dirigida contra un pajarillo en concreto, sin más. Sin embargo, tal y como explica Harper Lee en el libro y como Foote y Mulligan recogen fielmente en la película, el título Matar un ruiseñor tiene un sentido más amplio y se refiere simbólicamente a la comisión de un acto atroz e imperdonable que está más allá de toda moral y ética. Un ruiseñor, se dice, es un ave inofensiva que no devora las cosechas y cuya función consiste en alegrar el mundo con sus trinos; por tanto, matarlo es algo mucho más que reprobable: es un auténtico pecado. En las escenas finales, Atticus y el sheriff Tate (Frank Overton) deciden no denunciar a la justicia al discapacitado mental Boo Radley (Robert Duvall, en su primer papel para el cine), de quien vemos por primera vez el rostro y que ha matado a Bob Ewell para salvar a Jem y Scout, porque hacerlo sería como matar un ruiseñor.


(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Muerte_de_George_Floyd#/media/Archivo:The_George_Floyd_mural_outside_Cup_Foods_at_Chicago_Ave_and_E_38th_St_in_Minneapolis,_Minnesota.jpg

sábado, 13 de octubre de 2018

Cómo recibir documentos judiciales españoles en el extranjero



Hay ocasiones en las cuales españoles residentes en el extranjero, o personas extranjeras que han residido un tiempo en España y luego han regresado a sus países de origen o se han instalado en otros países, necesitan documentación judicial de los tribunales españoles (por regla general, sentencias) para determinados trámites. En estos casos, la solución es muy sencilla, aunque puede complicarse. Basta con contactar con un abogado que actúe en territorio español, y que puede ser uno que ya conozcan porque les haya llevado otros asuntos en el pasado, o uno completamente nuevo, y encargarle testimonios (copias legales) de las resoluciones judiciales que se necesitan. La solicitud de testimonios se efectúa por escrito ante el juzgado emisor de la resolución o resoluciones, y es necesario procurador. Si ya se tiene procurador porque se tiene abogado, no hay problema alguno. Pero, si se contrata un nuevo abogado, hará falta apoderar también a un procurador, lo cual puede hacerse o bien volviendo a España y designando al procurador ante el Letrado de la Administración de Justicia del juzgado (antes Secretario Judicial), en lo que se conoce como designa “apud acta”, o bien, si no es posible trasladarse a territorio español, remitir al abogado o al procurador un poder notarial, llamado en España poder notarial para pleitos, donde figuren ambos. No hay que olvidar que la documentación, una vez testimoniada (es decir, reproducida legalmente y con un sello que certifica que el documento es copia fiel del original que obra en los archivos del juzgado), luego tiene que pasar por el trámite de la apostilla antes de ser remitida a la persona que la ha solicitado desde el extranjero. La apostilla es un certificado internacional que garantiza la autenticidad y legitimidad de la documentación que va a viajar al extranjero. La mayoría de países son miembros del Convenio de La Haya sobre la Apostilla, lo cual agiliza el trámite de envío y recepción de documentación entre países, y sin necesidad de la siempre dilatadora convalidación, pues es un trámite rápido. También hay que tener en cuenta que si dicha documentación, una vez testimoniada y apostillada, luego tiene que presentarse ante autoridades o tribunales de otro país que no sea de lengua española, tendrá que ir acompañada de traducción oficial o jurada al idioma de ese país.

martes, 7 de agosto de 2018

“Los Testigos de Jehová pueden impedir la transfusión a un familiar”: falso




Una creencia popular muy extendida es la que afirma que los Testigos de Jehová pueden impedir que, por ejemplo, un hijo menor de edad reciba un tratamiento médico que, desde el punto de vista de sus creencias, suponga un atentado contra la inviolabilidad de sus cuerpos, entendidos estos como una creación de Dios que ningún ser humano puede alterar. El caso paradigmático es el de una pareja de Testigos de Jehová que se presenta en el servicio de urgencias de un centro hospitalario con un hijo o hija menores desangrándose, y los médicos dictaminan que dicho menor necesita urgentemente una transfusión de sangre para sobrevivir. Mucha gente cree que la negativa de los padres en estos casos es razón suficiente para que no se le practique al menor la transfusión que “violaría” su cuerpo, entendido, como digo, como el templo de Dios. Eso es rotundamente falso. En estos casos, u otros análogos, los centros hospitalarios españoles tienen establecido un protocolo de actuación que prevé que la autorización para llevar a cabo cualquier procedimiento médico destinado a salvar la vida del menor la concede el juzgado de guardia, en virtud del principio constitucional del derecho a la vida y su protección, que se considera superior al derecho a las creencias religiosas. Por tanto, en caso de darse la negativa de los progenitores en estos supuestos concretos, el centro hospitalario solicita urgentemente al juez de guardia la autorización necesaria para salvar esa vida, con independencia del derecho que luego puedan tener los padres a interponer una reclamación judicial que, planteada en esos términos, difícilmente prosperará. Una novela que plantea muy bien este dilema jurídico-religioso-moral es La ley del menor, de Ian McEwan, por más que su trama esté ambientada en el Reino Unido y tengamos que hacer las necesarias diferenciaciones entre nuestro sistema jurídico y el anglosajón. La ley del menor ha sido recientemente llevada al cine por el realizador Richard Eyre, en el film titulado en España El veredicto (La ley del menor) (The Children Act, 2017) y protagonizado por Emma Thompson, quien interpreta a una jueza encargada de resolver el caso de un menor de 17 años, por tanto, a un paso de la mayoría de edad, que se niega a recibir la transfusión de sangre que salvaría su vida porque ello supondría atentar contra sus profundas creencias como Testigo de Jehová.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Cómo funciona una conciliación laboral




La conciliación laboral es un acto administrativo con relevancia jurídica cuya celebración obligatoria está expresamente regulada en la legislación laboral española. Básicamente, es un acto en el cual las partes enfrentadas en un procedimiento laboral, empresa y trabajador/ trabajadora, se reúnen en un centro administrativo habilitado al efecto y, en presencia de un letrado de la administración, se ponen de acuerdo, o no, con la finalidad de evitar el juicio. Sin conciliación previa, la posterior demanda laboral carece completamente de efecto. Dicho de otro modo, la demanda no prosperará si no se ha intentado esa conciliación, dado que el acta de la misma, tanto si es con avenencia (con acuerdo) como sin avenencia (sin acuerdo), tiene que presentarse obligatoriamente en el juzgado donde se haya admitido provisionalmente la demanda. Si la conciliación ha terminado con avenencia, el juzgado archivará la demanda laboral presentada; si termina sin avenencia, seguirá adelante con la tramitación de la demanda, fijando en el momento procesal oportuno día y hora para la celebración de la vista (juicio).
Es muy importante para la parte demandante, la que ha puesto en marcha el procedimiento, tanto da que sea por despido o reclamación de cantidad, el hacer acto de presencia en el día y hora indicados por la administración para comparecer, pues caso de no hacerlo, aunque fuera por causa justificada, se pierde esa posibilidad de conciliar, y lo que es peor, los plazos para demandar se reanudan. En cambio, la parte demandada puede perfectamente permitirse el lujo de no comparecer sin que dicha incomparecencia la afecte en absoluto, pues puede esperar al día señalado para el juicio para presentarse y defender su postura.
Ambas partes deben presentarse al acto de conciliación con sus DNI o en su caso con poderes, puesto que se les exigirán para formalizar el acta. Pueden comparecer acompañadas de sus abogados, por más que esto último no es obligatorio. El trabajador o trabajadora demandantes, como hemos indicado, no pueden faltar a esa cita, mientras que el o los representantes de la empresa demandada están exentos de comparecer personalmente, pudiéndolo hacer a través de sus representantes legales, bien sean secretarios o administradores de la empresa o bien sus abogados, debidamente apoderados. Es recomendable presentarse un rato antes de la hora asignada, con vistas a disponer de un margen razonable de tiempo para hablar y negociar, aunque ese margen de tiempo puede depender del letrado de la administración. Si las partes se ponen de acuerdo, por lo general en una cantidad económica destinada a satisfacer al trabajador o trabajadora, dicho acuerdo aparece reflejado en el acta de conciliación, en este caso con avenencia. Si ha habido acuerdo, no se puede seguir adelante con la demanda, que es archivada por el juzgado. Si la parte demandada incumpliera el acuerdo, este es ejecutable judicialmente. Tanto si hay acuerdo como si no, las partes firman el acta de conciliación ante el letrado de la administración y este les da una copia a cada una. La conclusión de la conciliación sin avenencia no excluye la posibilidad de que las partes lleguen a un acuerdo extrajudicial posteriormente, pues como bien saben los abogados laboralistas no son pocos los juicios que se evitan cinco minutos antes de entrar a juicio gracias a un acuerdo de última hora.

martes, 31 de julio de 2018

"Te despido y no te pago"



Un interesante artículo de Rosa Muñoz Bermúdez originalmente publicado en Linkedin, y por desgracia muy representativo de la situación laboral de muchas, demasiadas personas, en estos momentos en España:

viernes, 20 de julio de 2018

Qué debo hacer cuando asisto a un juicio




Con independencia de a qué jurisdicción pertenezca el tribunal ante el cual vamos a comparecer (civil, penal, social –laboral–, contencioso-administrativo, etc.), hay un determinado protocolo general de actuación y de comportamiento que es recomendable seguir, y que aquí vamos a resumir sucintamente:
   Es importante acudir con puntualidad a la sala donde se va a celebrar la vista (el juicio), entre 10 y 15 minutos antes, pues, aunque no es lo usual, cabe la posibilidad, remota pero no imposible, de que la vista anterior a la nuestra se haya suspendido, y que nuestro juicio se adelante, siempre y cuando todas las partes estén presentes y el juez lo estime oportuno.
   Hay que llevar siempre en Documento Nacional de Identidad, puesto que la persona encargada de la sala nos lo pedirá un rato antes de entrar a la vista para que quedemos perfectamente identificados.
   Si es un juicio contencioso, demandante y demandado entran en la sala cuando la persona encargada de la sala les llama por sus nombres y apellidos, acompañados de sus respectivos abogados y procuradores, o tan solo de sus abogados si se trata de un juicio laboral, donde no es preceptiva la actuación de procurador. Los testigos de ambas partes esperan fuera de la sala. Lo usual es que, cuando se recogen los DNI de las partes y se entregan al encargado de la sala, se recojan y entreguen también los de los testigos.
   Las partes nunca se sientan juntas, sino que la demandante lo hace en un lado de la sala y la demandada en el lado opuesto, a indicación del personal de la sala.
   Las partes y los testigos permanecerán en silencio y tan solo hablarán cuando el juez se lo indique. Dado que los juicios se graban, lo usual es que las partes y los testigos hablen delante de un micrófono, de pie o sentadas, dependiendo del tribunal y de lo larga que vaya a ser su declaración y/ o interrogatorio, o si se trata de personas mayores o enfermas que no pueden permanecer de pie. Aunque el tratamiento que se le debe dar al juez es el de “señoría”, lo correcto es, como mínimo, hablarle siempre de usted.
   Los testigos entran en la sala y declaran uno por uno cuando son llamados por el encargado. La fórmula usual establece que el juez le pida que prometan o juren decir la verdad, advirtiéndoles de que, si mienten, eso puede ser constitutivo de delito. Olvídense de jurar sobre la Biblia: eso jamás se hace en el ordenamiento jurídico español. También es usual preguntarles si tienen algún interés personal o particular a favor de alguna de las partes del litigio.
   Tanto las partes como los testigos tienen que contestar a las preguntas que les formule el juez, el representante del Ministerio Fiscal y los abogados de ambas partes, si bien en determinados juicios es usual que, por motivos de estrategia defensiva, las partes tan solo respondan a las preguntas de sus propios abogados y no a las de los abogados de la parte contraria.
   Unas mínimas normas de decoro establecen que tanto las partes como los testigos tienen que entrar y permanecer en la sala con los teléfonos móviles apagados o puestos en silencio. No es de recibo prestar declaración comiendo chicle o chupando caramelos, y no sería la primera vez que un juez ordena a quien lo hace que se lo saque de la boca antes de declarar. Tampoco, de ninguna manera, hay que hablar o hacer gestos de negación o de desaprobación cuando está hablando la parte contraria o un testigo de la parte contraria, pues en ese caso el juez puede reprobar a quien lo haga, e incluso, expulsarle de la sala.
   Cuando las partes o los testigos han terminado de declarar, regresan a sus asientos en el caso de las partes, o se sientan junto a la parte a favor de la cual han venido a testificar en el caso de los testigos. Nadie abandona la sala después de haber declarado, y hay que esperar a que lo hayan hecho todas las partes y todos los testigos, y a que el juez dé por terminada la vista, para poder hacerlo. Solo entonces se procede a la devolución de los DNI de todas las personas que han declarado, así como a hacerles firmar en el acta del juicio.
    A la salida de la vista, las personas que lo precisen pueden dirigirse a la secretaría del juzgado para pedir un justificante de asistencia para su posterior presentación en los trabajos donde se los reclamen.

Colegiado ICAB núm. 26.481
@tomasfernandezvalentiabogadobarcelonamataro

miércoles, 18 de julio de 2018

“Si el abogado no gana mi caso, no le pago”: falso




Una afirmación, que suele repetirse con insistencia digna de mejor causa, es la que afirma que al abogado que no gana el caso para el cual su cliente le ha contratado no es necesario pagarle. Eso es rotundamente falso, además de injusto: al abogado siempre se le paga, pues lo que el letrado cobra es el servicio prestado, no el resultado obtenido. El trabajo de cualquier profesional autónomo debe pagarse siempre, y los abogados no son una excepción. Además, el cliente que no pague a su abogado corre el riesgo de cualquier otro incumplidor, es decir, de que, una vez que el letrado le haya girado su minuta en la correspondiente factura legalmente emitida, y el cliente siga negándose al pago, el abogado tendrá abierta la puerta a hacerle una reclamación legal e incluso, si se llegara a ese extremo, judicial. Ello no obsta para que en la relación abogado-cliente puedan darse una serie de acuerdos en el supuesto de que el caso se gane o se pierda, como por ejemplo el compromiso del letrado, si un asunto no termina satisfactoriamente para su cliente, de prever una rebaja en la minuta. Por eso es siempre muy recomendable que, antes de ponerse a trabajar, abogado y cliente tengan en cuenta que algo puede salir mal por causas ajenas a la voluntad de ambas partes y, en consecuencia, formalicen su relación comercial mediante la preceptiva hoja de encargo firmada por los dos donde figuren todas las contingencias posibles, los desembolsos que pueden darse y la cuantía de los mismos y, sobre todo, lo que el abogado cobrará tanto si se gana como si se pierde, estableciendo en este último caso, pero solo si se expresa con toda claridad, dado que nunca se sobreentiende, que el letrado reducirá su minuta en el supuesto de que no se gane el caso, pues no está obligado a incluirlo en dicha hoja de encargo, ni se le puede exigir su inclusión. Todo esto no significa que, como a cualquier otro profesional autónomo, al abogado no puedan exigírsele responsabilidades por mala praxis o negligencia, pero la compensación de las mismas no es el impago del trabajo realizado: para depurar esas responsabilidades, existen otros procedimientos.

Colegiado ICAB núm. 26.481
@tomasfernandezvalentiabogadobarcelonamataro