sábado, 17 de diciembre de 2016

Delitos contra la salud pública: “LA DOCTORA DE BREST”



[ADVERTENCIA: SI BIEN EL SIGUIENTE TEXTO NO ES UNA CRÍTICA DE ESTA PELÍCULA DESDE EL PUNTO DE VISTA CINEMATOGRÁFICO, SE REVELAN NUMEROSOS DETALLES DE SU TRAMA.] A pesar de que, desde el punto de vista de sus cualidades estrictamente fílmicas, es una película que deja bastante que desear, La doctora de Brest (La fille de Brest, 2016, Emmanuelle Bercot) ofrece, desde el punto de vista jurídico, una historia, real por añadidura, extremadamente interesante.


Como se explica en la versión francesa de Wikipedia (1), entre 1976 y 2009 se vendió en Francia el benfluorex, un medicamento de los laboratorios Servier, comercializado con el nombre de Mediator y formado por un principio activo farmacéutico, químicamente cercano a la norflenfuramina (una sustancia del grupo de las anfetaminas), que resultó ser altamente tóxico. El Mediator se prescribía para el tratamiento de la diabetes de tipo 2, que es la que no requiere administración de insulina, aunque también se recetaba a pacientes que quisieran perder peso, dados sus efectos anoréxicos. La explotación comercial del Mediator obligaba a los titulares de los derechos de explotación a someter legalmente este medicamento a un informe realizado por la administración pública –en Francia, la Agence Nationale de Sécurité du Médicament et des Produits de Santé (AFSSAPS)–, la cual dictaminó que su prescripción podía tener consecuencias negativas para la salud, calculadas –según se detalla en el film– en un notablemente alto 15% de personas medicadas con el mismo.


Parece ser que los laboratorios Servier hicieron caso omiso del dictamen de la AFSSAPS, considerando que ese porcentaje era irrisorio, y vendieron el Mediator a 300.000 pacientes al año, calculándose –según Wikipedia– que dos millones de personas lo tomaron durante sus treinta y tres años de comercialización, facturando un volumen de negocio cifrado en 300 millones de euros. La neumóloga Irène Frachon, de soltera Irène Allier, casada con el politécnico e ingeniero militar Bruno Frachon y madre de cuatro hijos, descubrió en 2007, en el Hospital Universitario de Brest donde trabajaba, a pacientes con gravísimas dolencias cardíacas, en ocasiones con resultados mortales, causadas por haber tomado el componente activo del Mediator, el blenfluorex. La mayoría de los pacientes eran mujeres obesas a las que se les prescribía como medicamento adelgazante desde hacía años.


No era la primera vez que los laboratorios Servier habían estado en el punto de mira por culpa de los efectos nocivos de sus medicamentos. Uno parecido al Mediator, el Isomeride, cuyo componente activo, la dexfenfluramina, había causado problemas similares como consecuencia del uso de una molécula de la misma familia que el blenfluorex, fue la pista que condujo a la doctora Irène Frachon a realizar un estudio epidemiológico sobre el Mediator. El resultado del mismo, concluido en 2007, provocaría un terremoto mediático en todos los medios de comunicación franceses a raíz de su difusión pública a finales de 2009. Por esas mismas fechas, el Mediator fue retirado preventivamente del mercado hasta el total esclarecimiento de los hechos, y nunca volvería a ser comercializado. Aunque en un primer momento los laboratorios Servier salieron airosos de tan graves acusaciones, argumentando que el informe epidemiológico de Frachon adolecía de falta de pruebas convincentes, la situación cambió radicalmente cuando en noviembre de 2010 el Fondo Nacional del Seguro de Salud para los Empleados –en francés, Caisse Nationale de l’Assurance Maladie des Travailleurs Salariés (CNAMTS), más o menos equivalente a la Seguridad Social española– reveló –según la película, como consecuencia de la filtración de un funcionario– unos datos escalofriantes: que hasta 500 personas a las que se les había prescrito el Mediator habían fallecido. Una cifra que, al mes siguiente, se incrementó nada menos que a 1.000 personas, como consecuencia de otro estudio epidemiológico encargado exprofeso por el CNAMTS, la cual asimismo estimó que el número de víctimas mortales, considerando las que habían estado tomando el Mediator hasta ese momento, podía alcanzar las 2.000.


La doctora de Brest detalla la cruzada personal de Irène Frachon contra la poderosa empresa farmacéutica, deteniéndose en otro detalle verídico. Harta de que nadie la creyera, y antes de que se hicieran públicos los datos de cifras mortales del Mediator del CNAMTS, Frachon escribió y publicó en junio de 2010 de una pequeña editorial un libro sobre su investigación: Mediator 150 mg. Combien de morts? (“Mediator 150 miligramos. ¿Cuántos muertos?”), cuyo provocativo subtítulo fue objeto de una demanda contra ella por parte de la farmacéutica Servier, acusándola de calumnia. En primera instancia, Servier se salió con la suya, consiguiendo una sentencia que dictaminó que el subtítulo del libro de Frachon, “gravemente acusatorio, inexacto y denigrante”, debía ser eliminado. Pero, a la vista de los acontecimientos posteriores, el tribunal de segunda instancia francés legitimado, esto es, la Court d’appel de Rennes –equivalente, poco más o menos, a nuestras Audiencias Provinciales–, estimó la apelación de la editorial y la primera sentencia fue anulada. Hechos posteriores de la vida de Irène Frachon que no son abordados en el film, pero que se encuentran recogidos en la página en lengua francesa que se le dedica en Wikipedia (2) son, en primer lugar, que la doctora recibió el 11 de octubre de 2011 el Premio Ético, categoría Lanzador de Alerta Ciudadana (sic), dentro de los galardones que concede anualmente Anticor, una asociación francesa creada en 2002 para la defensa de los principios de la democracia y el gobierno representativos. Y, en 2015, Frachon protestó públicamente contra la promoción en grado de comandante de la Legión de Honor de Henri Nallet, consejero personal y especial de Jacques Servier, presidente de los laboratorios Servier, en el conflictivo período comprendido entre 1997 y 2008; el 5 de agosto de aquel mismo año, la candidatura de la Legión de Honor para Nallet quedó excepcionalmente en suspenso.


Dejando aparte las indemnizaciones millonarias a las cuales tendría que responder la farmacéutica para compensar daños y perjuicios y daños morales de las personas afectadas por el Mediator y de los herederos legales de las víctimas mortales del mismo, desde el punto de vista de nuestro ordenamiento jurídico la conducta de la farmacéutica Servier se inscribiría dentro de lo que se conoce como delitos contra la salud pública, regulados en los artículos 359 a 378 de nuestro Código Penal, entre los cuales se distinguen –según Luzón Cuesta– los delitos contra la salud pública relacionados con el comercio de medicamentos. Según la fuente citada: “si bien el Código no da un concepto de medicamento, podemos considerar como tal las sustancias a que se refiere el art. 8 de la Ley 25/90 de 20 de diciembre del medicamento. Así, por un lado, el art. 361 castiga la expedición o despacho de medicamentos deteriorados o caducados o que incumplan las normas relativas a su composición, estabilidad y eficacia, o sustituyan unos por otros poniendo en peligro la vida o la salud de las personas. De producirse un resultado lesivo habría que acudir a la norma concursal del art. 77 C.P. El art. 362 establece un tipo agravado en el que la conducta típica viene determinada por la alteración de medicamentos o bien por la imitación y simulación de estos, extendiéndose incluso a sustancias productoras de efectos beneficiosos. El apartado segundo contempla una agravación de la pena de inhabilitación cuando alguna de las conductas típicas contempladas en los arts. 359 a 362 sea realizada por farmacéuticos o directores técnicos de laboratorios. Por su parte, el apartado tercero establece una agravación facultativa de las penas cuando los jueces o tribunales consideren que el hecho reviste extrema gravedad, teniendo en cuenta las circunstancias personales del autor y las del hecho”. Como medidas sancionadoras complementarias, “dispone el art. 366 la posibilidad, para todos los artículos anteriores, de clausurar el establecimiento, fábrica, laboratorio o local por tiempo de hasta cinco años y, en casos de extrema gravedad y conforme al art. 129 C.P. podrá decretarse el cierre definitivo”. Y, como penas complementarias, “sin perjuicio de las penas de inhabilitación expresamente establecidas para cada delito, el art. 362 recoge de modo genérico la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público, profesión u oficio, industria o comercio para los sujetos a que se refiere dicho precepto, imponiéndose la pena de inhabilitación absoluta cuando se trate de autoridad o agente de la misma (V. art. 24 C.P.). El último párrafo establece la consideración, a efectos penales, del facultativo(3).


Respecto a la cuestión de la demanda de Servier contra Irène Frachon, por el calumnioso subtítulo de su libro, Mediator 150 mg. Combien de morts?, aclaremos que en España ello se regula en el Código Penal dentro de lo que se conoce como delitos contra el honor y, más concretamente, en el artículo 205 de mismo cuerpo legal, que define la calumnia como “la imputación de un delito hecha con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”. El artículo 207 C.P. añade que “el acusado por delito de calumnia [en este caso, Irène Frachon] quedará exento de toda pena probando el hecho criminal que hubiese imputado”, tal y como así ocurrió. Recordemos, finalmente, que los delitos contra el honor, tanto la calumnia como la injuria –y, según el artículo 208 C.P., es injuria “la acción o expresión que lesionan la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”–, son delitos no perseguibles de oficio por los tribunales, sino tan solo a instancia de parte (o sea, por el presunto calumniado o injuriado): “nadie será penado por calumnia o injuria sino en virtud de querella de la persona ofendida por el delito o de su representante legal –añade el artículo 215.1 C.P.–. Se procederá de oficio cuando la ofensa se dirija contra funcionario público, autoridad o agente de la misma sobre hechos concernientes al ejercicio de sus cargos(4).


(4) http://noticias.juridicas.com/base_datos/Penal/lo10-1995.l2t11.html

domingo, 27 de noviembre de 2016

“EX MACHINA” + “MORGAN”: cuestiones en torno a la vida artificial



[ADVERTENCIA: SI BIEN EL SIGUIENTE TEXTO NO ES UNA CRÍTICA DE ESTAS PELÍCULAS DESDE EL PUNTO DE VISTA CINEMATOGRÁFICO, SE REVELAN NUMEROSOS DETALLES DE SUS TRAMAS.] Un par de películas estrenadas en estos dos últimos años, Ex Machina (ídem, 2015), escrita y dirigida por el novelista y guionista británico Alex Garland en el que es su debut como realizador, y Morgan (ídem, 2016), también una ópera prima, en este de caso de Luke Scott, hijo de Ridley Scott, partiendo a su vez de un libreto firmado por Seth W. Owen, plantean, más allá de sus similitudes temáticas, diversas cuestiones jurídicas –además de ético-morales y políticas– que, dado su carácter hipotético, al tratarse de relatos especulativos con trasfondo de ciencia ficción, carecen de plasmación efectiva en la vida real (al menos, de forma inmediata), pero respecto a las cuales podemos hallar, siquiera de refilón, algunas ideas. Ideas que, dicho sea de paso, pueden aplicarse no solo a estos dos films sino, por descontado, a todos aquellos libros, cuentos, obras de teatro y películas que han abordado de una manera u otra la temática de la vida artificial, entre ellas las adaptaciones de la base literaria fundamental de este concepto: la novela de Mary W. Shelley Frankenstein, o el Moderno Prometeo.


Tanto Ex Machina como Morgan giran alrededor de la creación de vida artificial. La primera, en torno a un androide con aspecto femenino, Ava (Alicia Vikander), que ha sido diseñado por un excéntrico multimillonario, Nathan (Oscar Isaac), con lo cual la cuestión se abordaría en su caso desde el punto de vista de lo que se conoce como robótica. La segunda lo hace alrededor de otra creación de apariencia femenina, la Morgan (Anya Taylor-Joy) a la que hace referencia el título, y que al contrario que Ava no es una criatura sintética, puesto que ha sido creada genéticamente por el equipo de científicos dirigido por el Dr. Simon Ziegler (Toby Jones), con lo que su problemática quedaría inscrita dentro de los márgenes de lo que ya se conoce como biojurídica –la rama del Derecho dedicada a la regulación jurídico-legal de las creaciones genéticas–, que se complementaría a su vez con las aportaciones de la bioética y la biopolítica en lo que se refiere a las respetivas connotaciones ético-morales y políticas de la misma cuestión. Son disciplinas que tratan de hallar respuestas que, en estos momentos, distan mucho de ser satisfactorias para las cuestiones planteadas, y que varían, de manera muy difícil o imposible de armonizar, en función de las concepciones jurídicas, éticas y políticas dispares existentes al respecto en todo el mundo. Como puede apreciarse, a pesar de su condición de relatos de ciencia ficción –o, precisamente, gracias a ello–, Ex Machina y Morgan sugieren, libre y fantasiosamente, asuntos de gran trascendencia.


El concepto que arroja los primeros dilemas jurídico-legales es el de “vida artificial”. La denominación ya lleva consigo una contradicción obvia, puesto que el concepto “vida” es antitético del de “artificial”: la vida sustentada sobre un artificio no es, por definición, auténtica vida (caso, por ejemplo, de los enfermos en coma que requieren la asistencia de máquinas de respiración para subsistir dentro de un estado vital que, asimismo, tampoco es, o al menos no lo es por completo, auténtica muerte); y, a la inversa, lo artificial, una máquina, no es algo vivo, por más que pueda tener una capacidad de movimiento que la hace “parecer viva” (un coche, pongamos por caso), puesto que carece de vida propia, entendida esta como autónoma, independiente y autosuficiente, pues depende de la voluntad de los seres humanos que la han creado y la manipulan, estos sí autónomos, independientes y autosuficientes.


Desde esta perspectiva pragmática, ni Ava ni Morgan tienen un auténtico derecho a la vida, como el que regula el artículo 15 de la Constitución Española, que afirma que “Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes”, dado que ambas “mujeres” tendrían, en principio, la consideración legal de “no humanas”, y en el caso concreto de Ava, directamente de “máquina”, sin más. Ahora bien, Morgan, al ser una criatura genéticamente creada, y por tanto de carne y hueso, plantea más dudas razonables que Ava en torno a su hipotética condición de ser humano, habida cuenta de que “nació” siendo un “bebé” (si bien, al igual que Ava, no fue parida, sino “fabricada”), y creció, aunque a una velocidad anormalmente rápida, hasta conseguir en tan solo cinco años de existencia la apariencia de la muchacha de veinte años que es en el momento actual, pero habiendo sido en el ínterin –o, si lo prefieren, habiendo tenido el aspecto de– una niña. El artículo 15 de la CE no contempla en absoluto la posibilidad de que un androide como Ava o que un ser de aspecto humano creado genéticamente como Morgan sean considerados a efectos legales auténticos seres humanos, ni tan siquiera haciendo una interpretación amplia y extensiva de la expresión que encabeza el precepto constitucional citado: téngase en cuenta que ya durante el período constituyente fue rechazada la sugerencia de Manuel Fraga Iribarne de que la expresión “TODOS tienen derecho a la vida…” incluyera a los nonatos, de lo cual se podía inferir indirectamente una prohibición constitucional del aborto; si se hizo esta exclusión ya en el caso de seres humanos vivos (o, mejor dicho, con expectativa de vida), ¿cómo no va a hacerse en el caso de seres artificiales, por muy humanos que puedan parecer a simple vista?


Considerando a Ava lo que, en puridad de conceptos, es, un robot, las vicisitudes de dicha mujer androide, o androide femenino, y de su creador, Nathan, estarían sometidas a una regulación legal en robótica que, al menos en estos momentos, todavía se encuentra en pañales. Siguiendo aquí un excelente y exhaustivo artículo de Javier Antonio Nisa Ávila (1), entenderíamos sociológicamente la robótica como “todo aquello incapaz de aparecer de manera espontánea fuera del hábitat del ser humano o de cualquier derivación de dicho hábitat y que tiene una relación socio-técnica con los integrantes de una sociedad y presenta profundas interacciones con los mismos”. En este último sentido, la Ava de Ex Machina llega al punto de establecer lo que tiene toda la apariencia de un proceso de seducción amorosa sobre la persona del tercer personaje importante del film, Caleb (Domhnall Gleeson), el analista de datos que ha sido contratado por Nathan para que interactúe con Ava, tan solo conversando con ella a través de un grueso cristal de seguridad que les separa, con vistas a que Caleb evalúe si Ava es o no un auténtico ser humano. Durante ese proceso, Ava llega al extremo de vestirse con ropa femenina y colocarse una peluca destinadas a cubrir su cuerpo y su cabeza evidentemente cibernéticos, y parecer así a ojos de Caleb más humana, más real, más mujer. A ello hay que añadir que el sibilino Nathan le informa a Caleb que ha dotado a Ava de órganos genitales femeninos sensibles, despertando interesadamente la libido del analista de datos; es más, el propio Nathan tiene una amante cibernética, su silenciosa ayudante de rasgos nipones Kyoko (Sonoya Mizuno).  


Sigue explicando Nisa Ávila que “la definición jurídica de la robótica es más compleja de lo que parece, puesto que prácticamente no existe una legislación exacta en ningún país que defina qué es un robot más allá de un vago concepto jurídico que tenemos derivado de la maquinaria existente en cadenas de montaje o temas sanitarios o militares. (…) Para poder definir jurídicamente a un robot –añade más adelante– antes tenemos que ver qué legislación existe a diferentes niveles, su ámbito de referencia y cómo nos afecta, nacional e internacionalmente”. Afirma el mismo autor que las regulaciones legales más completas que existen en el mundo en el momento actual son la de Corea del Sur y Japón, seguidas de normativas residuales de la Unión Europea, a partir de las cuales se diferencian “cuatro conceptos, niveles o categorías de robots existentes”: el Nivel 1, formado por los sistemas inteligentes programados, que según la legislación en robótica japonesa y el proyecto “Regulating Robots: A Challenge for Europe” de la Unión Europea sería el caso, por ejemplo, de los coches autónomos; el Nivel 2, el de los robots no autónomos, que según la legislación surcoreana sería el caso de la robótica sanitaria, la asistencia en el hogar o la limpieza automática en el hogar; el Nivel 3, que de acuerdo también con la regulación legal surcoreana sería el constituido por los robots autónomos, tal es el caso de los sistemas de diseño industrial autónomo o los de navegación aérea o ferroviaria automatizados; y el Nivel 4, la inteligencia artificial, que según las mencionadas legislaciones surcoreana y nipona englobaría “aquellos sistemas mecánicos que perciben el ambiente externo por sí mismo sin necesidad de órdenes preprogramadas externas, con capacidad para discernir diferentes circunstancias que acontezcan a su alrededor y con capacidad para moverse de forma voluntaria. (…) Actualmente no existe ningún robot con estas características –acota Nisa Ávila– pero tanto Corea como Japón ya lo tienen regulado legalmente y están realizando estudios sociológicos a la población”. Ava consigue engañar tanto a Caleb, fingiendo que está enamorado de él, como a Nathan, logrando anticiparse a sus movimientos, y llegando incluso a asesinarle con tal de conseguir su anhelada libertad. Indudablemente, Ava entraría dentro del Nivel 4, así como el Robby de Planeta prohibido (Forbidden Planet, 1956, Fred McLeod Wilcox), el HAL-9000 de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odissey, 1968, Stanley Kubrick), los droides de la franquicia Star Wars, los replicantes de Blade Runner (ídem, 1982, Ridley Scott) o el niño androide de A.I. Inteligencia artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001, Steven Spielberg), por citar unos pocos famosos ejemplos.



¿Y qué ocurre con la Morgan del film homónimo, que no es un ser mecánico sino, todo lo contrario, un ser orgánico de genética creada en laboratorio a imitación de la humana? Al contrario que la Ava de Ex Machina, que no deja de ser una máquina por más que su apariencia y comportamientos sean de lo más “humanos” (para lo bueno y para lo malo), Morgan es un ser genéticamente humano, que ríe, que llora, que disfruta con el juego, con la música, con la lectura, con los paseos por el bosque, y que ha desarrollado una relación de afecto y amistad con los científicos responsables de su creación, sobre todo con la Dra. Amy Menser (Rose Leslie), a la que ve prácticamente como una especie de “hermana”. Como ya tuve ocasión de comentar en otro lugar, “se le puede reprochar a “Morgan” [la película] su, digamos, falta de originalidad. Cualquier espectador avezado en literatura y cine de ciencia ficción no tardará en percibir que la película no es sino la enésima variante del mito de Frankenstein, y que replantea muchas de las cuestiones científicas, morales, éticas y religiosas sugeridas por la magna obra de Mary Shelley: ¿tenemos derecho a crear artificialmente vida humana por el mero hecho de que podamos hacerlo?; y, luego, ¿tenemos derecho a arrebatarle la existencia a una criatura humana artificial que no pidió venir a este mundo y que, una vez saboreada la vida, tan solo implora que la dejemos seguir viviendo?(2). Evidentemente, no existe en todo el mundo regulación legal sobre la creación genética de seres humanos, pues nunca se ha creado a un ser humano en laboratorio, haciendo realidad el mítico sueño de Victor Frankenstein. No obstante, la posibilidad, en sí misma considerada, existe, al menos a nivel teórico: basta con recordar, sin ir más lejos, el caso de la célebre oveja Dolly. Como proclamaba Brian Aldiss en su estupenda novela a la sombra de la creación literaria de Mary Shelley, Frankenstein está desencadenado…


A la luz de esa inquietante posibilidad, que todavía causa especial temor y/ o repelencia desde el punto de vista de los valores ético-morales de la sociedad contemporánea –demostrando, de paso, la fuerza que sigue teniendo la novela de Shelley a casi doscientos años de su publicación–, y sin salirnos del ámbito de nuestro país, ello explica que existan iniciativas como las del Comité Ético de Experimentación de la Universidad de Sevilla, el cual redactó unos principios éticos que deben regir la experimentación con sujetos humanos: la investigación y la experimentación científica sobre el ser humano constituyen un derecho y un deber de la comunidad científica y biomédica; debe darse una primacía del ser humano (obligación de respeto a la integridad del ser humano y a la dignidad de la persona); la experimentación con seres humanos que pueda suponer riesgos o molestias para los sujetos solo debe realizarse cuando no existan procedimiento alternativos de eficacia comparable; debe haber una proporcionalidad entre beneficios y riesgos de la investigación; una participación voluntaria, libre e informada de los sujetos; una garantía del derecho a la intimidad de los sujetos; el respeto a la dignidad, convicciones e intimidad del sujeto; una especial protección para las personas más vulnerables; una responsabilidad individual del investigador; una competencia del investigador, en cuanto dichas investigación y experimentación en seres humanos solo podrán ser realizadas por personas científicamente competentes; una prohibición del lucro y utilización de partes del cuerpo humano; y una protección del genoma humano (3).


Pero, claro, dichos principios éticos, loables en sí mismos considerados…, no regirían para Morgan, quien no es un sujeto sobre el que se están realizando experimentos, sino una creación de laboratorio; por lo tanto, no tendría derecho a que se le aplicara ninguno de esos principios éticos favorecedores. De hecho, en el film se plantea abiertamente la posibilidad de… destruirla (ergo, matarla), porque ha demostrado una conducta demasiado agresiva hacia un miembro del equipo científico que la creó –ha herido, nada más empezar la película, a la Dra. Kathy Grieff (Jennifer Jason Leigh)–, y esa “recomendación de destrucción” está supervisada por otro de los principales relatos de la función, Lee Weathers (Kate Mara), la misteriosa ejecutiva enviada por la compañía financiadora del experimento a comprobar in situ el éxito o el fracaso de la creación de Morgan. En la película se nos dice que Morgan no es sino el más exitoso de una serie de experimentos previos fallidos de creación de vida humana mediante manipulación genética. Y al final descubriremos no solo que la compañía que financia el experimento es una empresa armamentística, sino que Morgan estaba destinada a ser… un soldado genético, una máquina de matar de perfecta apariencia humana, obediente y preparada para ser infiltrada fácilmente en las filas enemigas, aprovechando su apariencia de pobre chica desvalida. Una máquina de matar, como también lo es… la propia Lee, creada artificialmente antes que Morgan y, al contrario que esta última, un arma mucho mejor, más fría, más perfecta, más letal, porque carece de los sentimientos que hacen a la otra “imperfecta”, ergo, “humana”.


En España, una hipótesis como la que se narra en Morgan a nivel legal sería imposible que se produjera, dado que la vigente Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre técnicas de reproducción humana asistida (4) establece de entrada, en su artículo 1.3, que “se prohíbe la clonación en seres humanos con fines reproductivos”. Asimismo, en su artículo 14.2, especifica que “los gametos utilizados en investigación o experimentación no podrán utilizarse para su transferencia a la mujer ni para originar preembriones con fines de procreación”; utilización de preembriones con fines de investigación que se regula, a continuación, en el artículo 15. Y se prevén, finalmente, una serie de infracciones y sanciones en su Capítulo VIII, artículos 24 y ss. De todo lo cual se infiere, indirectamente, que la manipulación de dichos gametos –las células sexuales masculinas (espermatozoides) y femeninas (óvulos)– con vistas a originar preembriones –embriones anteriores a los primeros 14 días de desarrollo del embrión o cigoto humano, denominación científica vinculada al debate bioético que no toda la comunidad científica comparte (5)– puede ser legal o incluso moral y éticamente reprobables, pero a pesar de ello, científicamente posibles. De este modo, tanto la Ava de Ex Machina, desde la perspectiva de la robótica, como la Morgan del film homónimo, desde la de la manipulación genética, no están tan lejos de una realidad que cada día y poco a poco se va acercando más y más a los ya no tan imposibles “sueños eléctricos” imaginados por los autores de la mejor ciencia ficción literaria y cinematográfica.

(1) Robótica e inteligencia artificial. ¿Legislación social o nuevo ordenamiento jurídico? Publicado en Elderecho.com (Lefebvre – El Derecho) el 30 de marzo de 2016: http://tecnologia.elderecho.com/tecnologia/internet_y_tecnologia/Robotica-Inteligencia-Artificial-legislacion-social-nuevo-ordenamiento_11_935305005.html
(2) Véase mi crítica Morgan. A propósito de la originalidad, publicada en Dirigido por…, núm. 470. Octubre 2016: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2016/10/dirigido-por-de-octubre-2016-la-venta.html


lunes, 1 de agosto de 2016

Secretos de un proceso judicial: “LEGÍTIMA DEFENSA”



[NOTA PREVIA: Aunque el argumento de esta película es sobradamente conocido, advierto que en el presente texto se revelan importantes detalles sobre su trama.] Legítima defensa (John Grisham’s The Rainmaker, 1997) parte, como su título original en inglés subraya, de una novela del mencionado Grisham, abogado reciclado en novelista cuyos populares libros han dado pie a varias famosas películas: La tapadera (The Firm, 1993, Sydney Pollack), El informe pelícano (The Pelican Brief, 1993, Alan J. Pakula), El cliente (The Client, 1994, Joel Schumacher), Tiempo de matar (A Time to Kill, 1996, Schumacher), Cámara sellada (The Chamber, 1996, James Foley) y El jurado (The Runaway Jury, 2003, Gary Fleder).


Si bien es verdad que la experiencia personal y conocimiento directo del mundo de la abogacía por parte de Grisham están fuera de toda duda, lo mismo puede decirse del guionista y director de Legítima defensa, Francis Ford Coppola, quien sufrió en sus propias carnes todo el peso de la ley y los rigores de un procedimiento judicial (o varios) cuando tuvo que hacer frente a la bancarrota de su productora American Zoetrope como consecuencia del fracaso comercial de su costosa Corazonada (One from the Heart, 1982). Viendo Legítima defensa se tiene la sensación de que ambos saben muy bien de qué hablan. Algo que puedo, si no corroborar, cuanto menos sí apoyar dada mi propia experiencia profesional y personal como licenciado en Derecho y abogado en ejercicio: ahora mismo me cuesta recordar si existe algún otro film donde se haya retratado mejor lo que es el mundo de la aplicación de la ley y del derecho, y lo que significa someterse al formulismo de un proceso judicial, con todo lo que ello conlleva no solo de gasto dinerario sino, por encima de todo, de desgaste humano.


A falta de conocer por mí mismo la novela original de Grisham, Legítima defensa: the movie se centra en las peripecias de un joven abogado recién licenciado, Rudy Baylor (Matt Damon), que trata de hacerse su lugar en el sol dentro del mundo de “tiburones” de la abogacía. Inicialmente contratado como abogado colaborador en el despacho que dirige el veterano letrado Bruiser Stone (Mickey Rourke), Rudy consigue a través de su amigo Deck Shifflet (Danny DeVito), antiguo ayudante de Stone junto al cual se establece por su cuenta, un caso particularmente delicado y complicado: el del joven Donny Ray Black (Johnny Whitworth), enfermo terminal de leucemia cuyos padres, Dot (Mary Kay Place) y Buddy (Red West), luchan con denuedo contra la aseguradora que se negó a cubrir el tratamiento médico que podría haberle salvado la vida. Paralelamente, Rudy conoce a Kelly Riker (Claire Danes), una joven maltratada brutalmente por su marido, Cliff (Andrew Shue), de la que se enamora, tomándola bajo su protección.


En representación de la familia Black, Rudy interpone una demanda civil contra la aseguradora por incumplimiento de contrato. El abogado defensor de la aseguradora, Leo F. Drummond (Jon Voight), intenta desmontar los argumentos de la parte demandante, considerándolos circunstanciales o carentes de suficiente poder probatorio. Una de sus estrategias consiste en desprestigiar ante el jurado, aprovechando su declaración como testimonio de la parte demandante, a Jackie Lemancyzk (Virginia Madsen), una antigua empleada de la aseguradora que intenta ayudar a la causa de Rudy con su testimonio ante el tribunal. A pesar de que, antes de que termine el procedimiento judicial, Donny Ray muere, Rudy consigue ganar el pleito, demostrando que hubo incumplimiento malicioso por parte de la aseguradora a costa de escamotearle a aquél el tratamiento médico gracias al cual, probablemente, hubiese sobrevivido. La aseguradora es condenada a pagar una indemnización millonaria a los Black en concepto de daños y perjuicios. Pero la victoria de Rudy sobre la aseguradora acaba siendo pírrica, habida cuenta de que los condenados por sentencia terminarán eludiendo el pago de indemnización alguna declarándose en quiebra…


Una de las primeras cuestiones prácticas que plantea el film es el tema del acceso a la abogacía. En la película, Rudy es un joven recién licenciado en Derecho que, además, acaba de aprobar el examen que, en los Estados Unidos, tienen que superar los licenciados para poder ejercer, a modo de reválida: el mismo examen que, en el film, suspende una y otra vez el amigo y asistente de Rudy, Deck Shifflet, que a pesar de ser un abogado excepcional, por culpa de esa reválida que no consigue superar tampoco puede ejercer legalmente como letrado; siempre, insisto, en los Estados Unidos, país donde transcurre la película. En España se exige, además de la licenciatura universitaria en Derecho, la colegiación, consistente esta última en la incorporación a un colegio de abogados para poder ejercer en todo el territorio nacional (1). Tan solo se exige una prueba de aptitud y un examen de acceso que, poco más o menos, serían el equivalente al que se señala en Legítima defensa, a los abogados extranjeros que deseen ejercer en territorio español, previa solicitud de homologación y homologación propiamente dicha (prueba de aptitud), máster de acceso, y examen de acceso del Ministerio de Justicia, tal y como establece la Ley de Acceso a la Abogacía, reguladora de dicho acceso para los ciudadanos de la Unión Europea y los ciudadanos de terceros Estados (entendidos estos últimos como Estados no pertenecientes a la UE) (2).


El núcleo jurídico central de la trama de Legítima defensa es la demanda que el personaje de Rudy interpone contra la aseguradora que se negó a cubrir el coste de la asistencia médica que el joven Donny Ray Black necesitaba para curarse de su leucemia, alegando que dicha dolencia no estaba contemplada en el clausulado que la familia Black aceptó y firmó cuando suscribieron el seguro médico contratado con aquélla. La base de la demanda de Rudy es que, negándose a costear el tratamiento médico contra la leucemia, la aseguradora incumplió el contrato de seguro firmado con los Black. Nos hallamos, pues, ante la clásica figura conocida como incumplimiento de contrato, que en España se solventa con el muy citado artículo 1124 del Código Civil, el cual regula la llamada acción resolutoria, que consiste –dice textualmente– en la facultad de resolver las obligaciones, cosa que se entiende implícita en las recíprocas, para el caso de que uno de los obligados no cumpliere lo que se incumbe (2). Añade el mismo artículo 1124 C.c. que el perjudicado podrá escoger entre exigir el cumplimiento o la resolución de la obligación, con el resarcimiento de daño y abono de intereses en ambos casos, y que también se podrá pedir la resolución, aún después de haber optado por el cumplimiento, cuando este resultare imposible. Está muy claro que las obligaciones que hay contractualmente establecidas entre la familia Black, en cuanto tomadores del seguro médico, y la aseguradora son recíprocas –extrapolando, como hacemos siempre, el “caso” que se plantea en la película de Coppola a la legislación española–, consistiendo dicha reciprocidad en el pago de la cuota del seguro por parte de los tomadores del mismo (los Black), y de la prestación de servicios acordada en las cláusulas de dicho seguro por parte de la empresa aseguradora siempre y cuando la incidencia sea una de las contempladas en dicho contrato de seguro. Dicho de una forma más clara: como afirma Iciar Bertolá Navarro, el incumplimiento de las obligaciones recíprocas faculta a la contraparte para ejercitar la acción resolutoria, derecho que el Código Civil reconoce a cualquier obligado que cumpla o esté dispuesto a cumplir lo que le incumbe cuando la otra parte falta a su compromiso (3).


Una cuestión jurídica aparte de la que acabamos de explicar es la relacionada con una trama secundaria del propio film: la de la relación de Rudy con Kelly, una joven mujer casada que sufre con frecuencia el maltrato físico de su marido; de hecho, Rudy la conoce cuando Kelly está en el hospital, reponiéndose de la enésima paliza de su cónyuge, al cual no se atreve a denunciar, temiendo que, finalmente –y como suele ocurrir, con demasiada frecuencia, en la realidad–, la mate. Dada la aparente gravedad de las lesiones de Kelly –la joven tiene la cabeza vendada y una pierna escayolada cuando Rudy la conoce–, no parece haber demasiadas dudas con respecto a que la conducta de Cliff, el marido de Kelly, se inscribe dentro de lo que en España está regulado en el artículo 153 de nuestro Código Penal, donde se contempla como un tipo especial dentro del Título III, regulador del delito de lesiones, que se aplica a los delitos de esta índole que tienen lugar dentro del ámbito familiar y que se realizan –como ocurre en el film– contra la persona (“la ofendida”, como dice el texto legal) que sea o haya sido esposa, o mujer que esté o haya estado ligada al agresor por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia (4). Recordemos, asimismo, que también existen los delitos leves de lesiones, es decir, lo que hasta hace poco se conocía como faltas de lesiones (5).


El dibujo de la relación entre Rudy y Kelly da pie a otra situación no menos delicada: el primero acude en defensa de la segunda cuando Cliff intenta de nuevo darle otra paliza, acaso la definitiva; pero Cliff consigue desarmar a Rudy, que se presenta en la casa de la pareja con una pistola, y está a punto de morir a manos de Cliff, de no ser porque Kelly, armada a su vez con un bate de béisbol, no solo golpea a Cliff en la cabeza, dejándole sin sentido, sino que incluso le remata, no sin antes convencer a Rudy para que se vaya, a fin de no involucrarle. Posteriormente se presenta la policía, y Kelly es llevada a declarar a comisaría, donde Rudy se encarga de su asistencia jurídica…, sin que nadie sepa, claro está, que él también ha estado presente en el lugar de los hechos, y ha participado en parte en los mismos.


La conducta de Kelly, defendiendo a Rudy y a sí misma de la agresividad de Cliff, sería en principio encuadrable dentro de lo que el artículo 20, punto 4º, del Código Penal español se contempla como eximente de defensa propia (o legítima defensa, como reza el título español de la novela de Grisham y de la película), y en el artículo 21 del mismo cuerpo legal, como atenuante (6). Ahora bien, cuando, tras dejar a Cliff fuera de combate, Kelly aprovecha dicha circunstancia para rematarle, a partir de ese momento podemos considerar que la eximente de defensa propia “cae”, dado que dejarían de concurrir todos los elementos necesarios para eximir de responsabilidad a quien así se defiende, hallándonos por tanto ante una posible atenuante de la pena, pero ya no ante una eximente. Según como se interprete el gesto de Kelly, podríamos considerar que la muchacha se aprovecha de las circunstancias que se presentan para deshacerse de su brutal marido, asegurándose de que jamás volverá a agredirla a ella o a cualquier otra persona, quitándole la vida. De este modo, una acción en defensa propia podría llegar a considerarse homicidio o incluso asesinato (7) si los elementos de exención de la responsabilidad no estuviesen lo suficientemente claros, y se dedujera una intención delictiva oculta tras la acción defensiva.


Por su parte, la conducta de Rudy, que, tras intentar defender a Kelly de la agresión de Cliff, abandona el lugar de los hechos y silencia su participación indirecta en los mismos, podría ser constitutiva de un delito de encubrimiento, regulado en nuestro país en el artículo 451 del Código Penal (8). A ello habría que sumar el hecho de que, siendo un conocedor directo de lo ocurrido, Rudy luego presta asistencia a Kelly en comisaría como letrado, lo cual podría considerarse una violación del código deontológico o de conducta ética de Rudy como abogado. Dicho código se regula en España en la Ley 2/1974, de Colegios Profesionales y del Estatuto de la Abogacía Española, y en el Reglamento de Procedimiento Disciplinario de la Abogacía, de 27 de febrero de 2009, cuyo artículo 1,1 establece, además, que dicho reglamento tendrá carácter supletorio en las actuaciones que realicen los Colegios de Abogados y los Consejos Autonómicos con el objeto de depurar la responsabilidad disciplinaria en que puedan incurrir los abogados, los colegiados no ejercientes y los abogados inscritos en virtud del Real Decreto 936/2001, de 3 de agosto –que regula el ejercicio permanente en España de la profesión de abogado con título profesional obtenido en otro estado miembro de la Unión Europea–, en caso de infracción de sus deberes profesionales, colegiales o deontológicos, sin perjuicio de la responsabilidad civil o penal exigible (9).


Otro análisis de “Legítima defensa” en:


lunes, 30 de mayo de 2016

Monarquía y matrimonio homosexual: “REINA CRISTINA”



[ADVERTENCIA: SI BIEN EL SIGUIENTE TEXTO NO ES UNA CRÍTICA DE ESTA PELÍCULA DESDE EL PUNTO DE VISTA CINEMATOGRÁFICO, SE REVELAN NUMEROSOS DETALLES DE SU TRAMA.] Reina Cristina (The Girl King, 2015, Mika Kaurismäki) narra, de forma cinematográfica, hechos históricos: los concernientes al reinado de Cristina de Suecia (1626-1689), la cual fue monarca de su país desde el 6 de noviembre de 1632 –si bien no fue oficialmente coronada hasta el 20 de octubre de 1650, poco antes de cumplir 18 años– y hasta el 6 de junio de 1654, fecha en la que abdicó del trono en favor de su primo –y antiguo pretendiente– Carlos X Gustavo. La película y la historia de la reina sueca nos permiten llevar a cabo una serie de reflexiones que, no obstante, y como no me cansaré que repetir, hay que tener en cuenta que no son sino extrapolaciones que en ningún caso deben tomarse al pie de la letra, habida cuenta de que la normativa legal española actual a la que se hace referencia en estas líneas no es aplicable en modo alguno a un país (Suecia) y a un período histórico (el siglo XV) completamente diferentes. Dicho de otro modo, a partir de unos hechos, reales en un caso (históricos), imaginarios en otro (pertenecientes al ámbito de la ficción fílmica), extraigo una serie de conclusiones subjetivas extrapoladas.


Uno de los primeros temas que plantea Reina Cristina es el de la sucesión a la corona. Aun teniendo en cuenta, por descontado, que las monarquías absolutas como la que aparece en el film no se pueden comparar con las actuales monarquías parlamentarias europeas, no es menos cierto que, a pesar de los siglos transcurridos, algunas cosas de la institución monárquica no han cambiado tanto. Volviendo a la película, vemos cómo, siendo niña, Cristina (Lotus Tinat) es elegida de mala gana sucesora al trono de su difunto padre, el rey Gustavo II (Samuli Edelmann), habida cuenta de que es la única descendiente de su padre y, por tanto, no hay hijo varón en el que descargar el peso de la corona. ¡Hasta la madre de Cristina, la reina Maria Eleonora (Martina Gedeck), arrastra como una vergüenza el haber dado a luz a una niña en vez de a un niño!


Por más que esta cuestión puede parecernos muy lejana en el tiempo, lo cierto es que, hasta hace relativamente pocos años, la Constitución Española de 1978 contemplaba en su artículo 57.1 la sucesión a la corona de España estableciendo, a pesar de la igualdad de sexos, una preferencia por los varones (sic). Algo que, actualmente, está matizado en el actual artículo 57.1, donde se regula que la sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos (1). Pese a todo, como señalan autores como los letrados de las Cortes Generales Isabel María Abellán Matesanz y Luís Molina, “se ha discutido mucho la preferencia constitucional que sigue la tradición francesa, no la castellana del varón sobre la mujer, ya desde el mismo momento de su tramitación parlamentaria, y más recientemente se ha llegado a plantear la posibilidad de una reforma constitucional de este precepto, si bien no ha llegado a concretarse. Sin mediar ahora en la polémica de lo que de discriminación pueda ello tener, sí queremos destacar que se trata, en todo caso, de preterición que no de prohibición de las mujeres en el orden sucesorio(2).


Una vez alcanzada la mayoría de edad, Cristina (Malin Buska) es coronada reina de Suecia. Entre las diversas cuestiones que se le plantean a la joven mandataria, una de las más perentorias desde el punto de vista de su corte es que elija pronto a un marido (varón, por descontado), con el cual engendrar al nuevo heredero al trono (preferentemente, también varón). Lo que nadie sospecha es que Cristina se negará en redondo a casarse, rechazando a todos sus pretendientes, lo cual escandaliza terriblemente a sus consejeros. Cuestiones legales aparte, resulta relevante destacar que el que una mujer del siglo XV, cualquier mujer de ese mismo siglo (incluso una reina), no quisiera no ya contraer matrimonio con un hombre, sino ni tan siquiera mantener una relación de hecho (“amancebamiento”, como se decía antaño), suponía una grave desestabilización social e incluso un considerable riesgo para la insumisa: una mujer no casada o ni tan siquiera “amancebada” en esa época podía no solo verse excluida socialmente, sino que incluso corría riesgo su vida ya que podía, literalmente, morirse de hambre sin el sustento económico de un hombre que “la mantuviera” (sic).


Evidentemente, la reina Cristina jamás hubiese podido morir de inanición dadas sus circunstancias privilegiadas, lo cual explica –tal y como se ve en la película– que la manera como va dando largas a su corte cada vez que le exigen que de una vez por todas elija a un pretendiente, se case con él y dé a luz a un heredero es, de facto, un juego de poder. Tal y como señalan los ya mencionados autores del texto citado dos párrafos más arriba, “el matrimonio de los Reyes ha sido –y aún hoy es– una “cuestión de Estado”. De ahí que, tradicionalmente, los políticos y constitucionalistas españoles hayan entendido que el pueblo, a través de sus representantes, debía tener alguna intervención en los matrimonios del Rey y su inmediato sucesor, el Príncipe heredero. Los textos de nuestro constitucionalismo histórico –desde la Constitución de Cádiz hasta la de Cánovas–, haciéndose eco de esta idea, contenían la previsión de que el Rey y su descendencia requerían de la autorización de las Cortes para contraer matrimonio. Hoy en día, tales concepciones han evolucionado, del mismo modo que también ha cambiado el significado de la Monarquía y se han perfilado las funciones del Rey en un sistema parlamentario. No obstante, la idea de que el matrimonio regio es asunto de importancia singular sigue latiendo en el texto de nuestra Constitución actual(2).


Si bien el artículo 57.4 CE regula que aquellas personas que, teniendo derecho a la sucesión en el trono, contrajeren matrimonio contra la expresa prohibición del Rey y de las Cortes Generales, quedando por ello excluidas en la sucesión a la Corona por sí y sus descendientes, ni este precepto ni ningún otro de nuestra Carta Magna dice nada con respecto a la hipótesis que se plantea en Reina Cristina: que sea la propia mandataria, una vez coronada –en este caso– reina, la que no quiera casarse. El punto 5 del mismo artículo 57 deja una pequeña puerta abierta al afirmar que las abdicaciones y renuncias (luego volveremos sobre este tema), y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona (dentro de lo cual podría incluirse la hipótesis planteada), se resolverán por una ley orgánica (1).


A partir de aquí, llegamos al meollo de lo que plantea Reina Cristina: el hecho, corroborado históricamente, de que la reina sueca no solo no quería casarse –con un hombre, por descontado, única forma de matrimonio aceptada en la época y, todavía hoy, en la mayoría de países–, sino que ni tan siquiera quería contacto carnal alguno con un varón, por la sencilla razón de que era lesbiana. Si bien es verdad que, en una monarquía luterana como la de la Suecia del siglo XV, difícilmente se hubiese aceptado que el heredero al trono fuese un bastardo de la reina nacido fuera del matrimonio (aunque es posible que se hubiese “tolerado” si hubiese resultado políticamente conveniente de algún modo), lo que ya resultaba completamente intolerable era –como se detalla en el film– que la reina pretendiera mantener una relación amorosa con otra mujer –su prima y dama de compañía la condesa Ebba Sparre (Sarah Gadon)–, a costa de desatender su obligación de alumbrar un heredero al trono.


Ni qué decir tiene que, habiendo todavía hoy tantos prejuicios contra la homosexualidad alrededor del mundo, cómo no iba a escandalizar en pleno siglo XV y, vuelvo a insistir, en una corte luterana, una conducta “pecaminosa” y “contra natura” como la de Cristina (por más que, como se insinúa en la película, esa relación lésbica se “tolera” en voz baja en la corte, considerándola un mero pasatiempo “raro” que en modo alguno puede alterar el que, tarde o temprano, será el destino ineludible de la protagonista, y como ella, el-de-toda-mujer: casarse con un hombre y engendrar a un heredero varón). Habida cuenta de que, en España, el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal desde la promulgación de la ya célebre Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio, al menos en teoría no existiría el menor impedimento para que una persona con derecho a acceder al trono de España, sea hombre o mujer, pueda casarse con una persona de su mismo género.


Asimismo, tampoco debería haber problema alguno para que un rey o una reina de España, tanto antes como después de su coronación como tales, contrajeran matrimonio con una persona de su mismo sexo, pues la Ley 13/2005 cobijaría a los monarcas tal y como hace con cualquier otro ciudadano español de a pie. Igualmente, no se contempla ni a nivel constitucional ni legislativo que ninguna persona aspirante al trono español pueda ser excluida de la sucesión al mismo por el mero hecho de ser homosexual o por haber contraído matrimonio con otra persona de su mismo sexo. En cuanto a la “obligación” de proporcionar un heredero o heredera a la corona, tampoco sería un obstáculo, habida cuenta la existencia de las actuales técnicas de reproducción asistida y, por descontado, que sería una aberración “contra natura” –esta sí– obligar a una persona, por más que sea rey o reina de España, a procrear en contra de sus tendencias sexuales naturales. Ni la Constitución ni las leyes españolas lo regulan de manera específica, debiendo interpretar por tanto que tales asuntos se contemplan en función del Derecho consuetudinario, o dicho de otro modo, de la costumbre, la cual –no lo olvidemos– no solo cambia, evoluciona, se transforma y en ocasiones desaparece como consecuencia del paso del tiempo sino que, además, está jerárquicamente por debajo de la ley dentro de la escala de las fuentes del Derecho, y por tanto, no puede prevalecer sobre aquélla.


En el contexto de la Constitución Española de 1978, la reina Cristina de Suecia, caso de ser una reina española, no hubiese debido someterse jamás ni a la presión de su corte para desposarse y engendrar un heredero, e incluso, caso de haberlo querido, podría haberse casado con la condesa Ebba Sparre, y tener hijos con ella mediante reproducción asistida. Pero, claro, estamos fantaseando con lo que podría haber sido y que, por desgracia, no fue. En la realidad de los hechos históricos, la “reina virgen” sueca –como la apodaban–, harta de las exigencias de su entorno, terminó abdicando. Llevando a cabo una jugada maestra –al menos, tal y como se ve en la película–, Cristina convirtió en sucesor a su trono al que luego sería rey de Suecia Carlos X Gustavo (encarnado en el film por François Arnaud), y lo hizo nombrándolo, primero, ¡su hijo! De este modo, la astuta reina cumplía con lo establecido con la costumbre de su época –como hemos visto, no tan lejos de lo que se contempla al respecto en la actualidad–, teniendo un “hijo” que, por tanto, era su heredero al trono, y poco después abdicó.


El artículo 57.5 CE regula las causas de abdicación y renuncia a la corona de España; como señalan, de nuevo, los autores mencionados líneas arriba, “podríamos definir la abdicación como el abandono o dejación voluntaria del oficio regio por el titular de la Corona, causándose la transmisión de sus derechos al sucesor”, a lo cual habría que añadir que “ninguna previsión más contiene la Constitución, con lo que la abdicación se nos presenta en su diseño constitucional como un mecanismo un tanto desdibujado. Cuestiones como el procedimiento de comunicación a las Cortes Generales, la necesidad de autorización parlamentaria previa, la posibilidad de una negativa de las Cámaras o el refrendo del acto de abdicación y otras que pudieran ir planteándose son las que habría de resolver el legislador orgánico en el desarrollo del artículo 57.5 de la Constitución(2). En otras palabras: que si la hipótesis que plantea el “caso Cristina de Suecia” se diera en la monarquía española contemporánea –negativa de un rey o reina españoles a casarse con una persona que no tenga su misma orientación sexual, tanto da que sea antes como después de su coronación; y negativa a la procreación heterosexual, con posibilidad asimismo voluntaria al recurso de técnicas de reproducción asistida–, lo que para cualquier ciudadano español son actos de libre ejercicio de sus derechos, serían, para las personas sujetas al “estatuto monárquico”, cuestiones de Estado susceptibles de ser contempladas y resueltas a golpe de ley orgánica. 


Otro análisis de “Reina Cristina” en:
http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2016/05/la-reina-virgen-sueca-reina-cristina-de.html