lunes, 30 de mayo de 2016

Monarquía y matrimonio homosexual: “REINA CRISTINA”



[ADVERTENCIA: SI BIEN EL SIGUIENTE TEXTO NO ES UNA CRÍTICA DE ESTA PELÍCULA DESDE EL PUNTO DE VISTA CINEMATOGRÁFICO, SE REVELAN NUMEROSOS DETALLES DE SU TRAMA.] Reina Cristina (The Girl King, 2015, Mika Kaurismäki) narra, de forma cinematográfica, hechos históricos: los concernientes al reinado de Cristina de Suecia (1626-1689), la cual fue monarca de su país desde el 6 de noviembre de 1632 –si bien no fue oficialmente coronada hasta el 20 de octubre de 1650, poco antes de cumplir 18 años– y hasta el 6 de junio de 1654, fecha en la que abdicó del trono en favor de su primo –y antiguo pretendiente– Carlos X Gustavo. La película y la historia de la reina sueca nos permiten llevar a cabo una serie de reflexiones que, no obstante, y como no me cansaré que repetir, hay que tener en cuenta que no son sino extrapolaciones que en ningún caso deben tomarse al pie de la letra, habida cuenta de que la normativa legal española actual a la que se hace referencia en estas líneas no es aplicable en modo alguno a un país (Suecia) y a un período histórico (el siglo XV) completamente diferentes. Dicho de otro modo, a partir de unos hechos, reales en un caso (históricos), imaginarios en otro (pertenecientes al ámbito de la ficción fílmica), extraigo una serie de conclusiones subjetivas extrapoladas.


Uno de los primeros temas que plantea Reina Cristina es el de la sucesión a la corona. Aun teniendo en cuenta, por descontado, que las monarquías absolutas como la que aparece en el film no se pueden comparar con las actuales monarquías parlamentarias europeas, no es menos cierto que, a pesar de los siglos transcurridos, algunas cosas de la institución monárquica no han cambiado tanto. Volviendo a la película, vemos cómo, siendo niña, Cristina (Lotus Tinat) es elegida de mala gana sucesora al trono de su difunto padre, el rey Gustavo II (Samuli Edelmann), habida cuenta de que es la única descendiente de su padre y, por tanto, no hay hijo varón en el que descargar el peso de la corona. ¡Hasta la madre de Cristina, la reina Maria Eleonora (Martina Gedeck), arrastra como una vergüenza el haber dado a luz a una niña en vez de a un niño!


Por más que esta cuestión puede parecernos muy lejana en el tiempo, lo cierto es que, hasta hace relativamente pocos años, la Constitución Española de 1978 contemplaba en su artículo 57.1 la sucesión a la corona de España estableciendo, a pesar de la igualdad de sexos, una preferencia por los varones (sic). Algo que, actualmente, está matizado en el actual artículo 57.1, donde se regula que la sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos (1). Pese a todo, como señalan autores como los letrados de las Cortes Generales Isabel María Abellán Matesanz y Luís Molina, “se ha discutido mucho la preferencia constitucional que sigue la tradición francesa, no la castellana del varón sobre la mujer, ya desde el mismo momento de su tramitación parlamentaria, y más recientemente se ha llegado a plantear la posibilidad de una reforma constitucional de este precepto, si bien no ha llegado a concretarse. Sin mediar ahora en la polémica de lo que de discriminación pueda ello tener, sí queremos destacar que se trata, en todo caso, de preterición que no de prohibición de las mujeres en el orden sucesorio(2).


Una vez alcanzada la mayoría de edad, Cristina (Malin Buska) es coronada reina de Suecia. Entre las diversas cuestiones que se le plantean a la joven mandataria, una de las más perentorias desde el punto de vista de su corte es que elija pronto a un marido (varón, por descontado), con el cual engendrar al nuevo heredero al trono (preferentemente, también varón). Lo que nadie sospecha es que Cristina se negará en redondo a casarse, rechazando a todos sus pretendientes, lo cual escandaliza terriblemente a sus consejeros. Cuestiones legales aparte, resulta relevante destacar que el que una mujer del siglo XV, cualquier mujer de ese mismo siglo (incluso una reina), no quisiera no ya contraer matrimonio con un hombre, sino ni tan siquiera mantener una relación de hecho (“amancebamiento”, como se decía antaño), suponía una grave desestabilización social e incluso un considerable riesgo para la insumisa: una mujer no casada o ni tan siquiera “amancebada” en esa época podía no solo verse excluida socialmente, sino que incluso corría riesgo su vida ya que podía, literalmente, morirse de hambre sin el sustento económico de un hombre que “la mantuviera” (sic).


Evidentemente, la reina Cristina jamás hubiese podido morir de inanición dadas sus circunstancias privilegiadas, lo cual explica –tal y como se ve en la película– que la manera como va dando largas a su corte cada vez que le exigen que de una vez por todas elija a un pretendiente, se case con él y dé a luz a un heredero es, de facto, un juego de poder. Tal y como señalan los ya mencionados autores del texto citado dos párrafos más arriba, “el matrimonio de los Reyes ha sido –y aún hoy es– una “cuestión de Estado”. De ahí que, tradicionalmente, los políticos y constitucionalistas españoles hayan entendido que el pueblo, a través de sus representantes, debía tener alguna intervención en los matrimonios del Rey y su inmediato sucesor, el Príncipe heredero. Los textos de nuestro constitucionalismo histórico –desde la Constitución de Cádiz hasta la de Cánovas–, haciéndose eco de esta idea, contenían la previsión de que el Rey y su descendencia requerían de la autorización de las Cortes para contraer matrimonio. Hoy en día, tales concepciones han evolucionado, del mismo modo que también ha cambiado el significado de la Monarquía y se han perfilado las funciones del Rey en un sistema parlamentario. No obstante, la idea de que el matrimonio regio es asunto de importancia singular sigue latiendo en el texto de nuestra Constitución actual(2).


Si bien el artículo 57.4 CE regula que aquellas personas que, teniendo derecho a la sucesión en el trono, contrajeren matrimonio contra la expresa prohibición del Rey y de las Cortes Generales, quedando por ello excluidas en la sucesión a la Corona por sí y sus descendientes, ni este precepto ni ningún otro de nuestra Carta Magna dice nada con respecto a la hipótesis que se plantea en Reina Cristina: que sea la propia mandataria, una vez coronada –en este caso– reina, la que no quiera casarse. El punto 5 del mismo artículo 57 deja una pequeña puerta abierta al afirmar que las abdicaciones y renuncias (luego volveremos sobre este tema), y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona (dentro de lo cual podría incluirse la hipótesis planteada), se resolverán por una ley orgánica (1).


A partir de aquí, llegamos al meollo de lo que plantea Reina Cristina: el hecho, corroborado históricamente, de que la reina sueca no solo no quería casarse –con un hombre, por descontado, única forma de matrimonio aceptada en la época y, todavía hoy, en la mayoría de países–, sino que ni tan siquiera quería contacto carnal alguno con un varón, por la sencilla razón de que era lesbiana. Si bien es verdad que, en una monarquía luterana como la de la Suecia del siglo XV, difícilmente se hubiese aceptado que el heredero al trono fuese un bastardo de la reina nacido fuera del matrimonio (aunque es posible que se hubiese “tolerado” si hubiese resultado políticamente conveniente de algún modo), lo que ya resultaba completamente intolerable era –como se detalla en el film– que la reina pretendiera mantener una relación amorosa con otra mujer –su prima y dama de compañía la condesa Ebba Sparre (Sarah Gadon)–, a costa de desatender su obligación de alumbrar un heredero al trono.


Ni qué decir tiene que, habiendo todavía hoy tantos prejuicios contra la homosexualidad alrededor del mundo, cómo no iba a escandalizar en pleno siglo XV y, vuelvo a insistir, en una corte luterana, una conducta “pecaminosa” y “contra natura” como la de Cristina (por más que, como se insinúa en la película, esa relación lésbica se “tolera” en voz baja en la corte, considerándola un mero pasatiempo “raro” que en modo alguno puede alterar el que, tarde o temprano, será el destino ineludible de la protagonista, y como ella, el-de-toda-mujer: casarse con un hombre y engendrar a un heredero varón). Habida cuenta de que, en España, el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal desde la promulgación de la ya célebre Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio, al menos en teoría no existiría el menor impedimento para que una persona con derecho a acceder al trono de España, sea hombre o mujer, pueda casarse con una persona de su mismo género.


Asimismo, tampoco debería haber problema alguno para que un rey o una reina de España, tanto antes como después de su coronación como tales, contrajeran matrimonio con una persona de su mismo sexo, pues la Ley 13/2005 cobijaría a los monarcas tal y como hace con cualquier otro ciudadano español de a pie. Igualmente, no se contempla ni a nivel constitucional ni legislativo que ninguna persona aspirante al trono español pueda ser excluida de la sucesión al mismo por el mero hecho de ser homosexual o por haber contraído matrimonio con otra persona de su mismo sexo. En cuanto a la “obligación” de proporcionar un heredero o heredera a la corona, tampoco sería un obstáculo, habida cuenta la existencia de las actuales técnicas de reproducción asistida y, por descontado, que sería una aberración “contra natura” –esta sí– obligar a una persona, por más que sea rey o reina de España, a procrear en contra de sus tendencias sexuales naturales. Ni la Constitución ni las leyes españolas lo regulan de manera específica, debiendo interpretar por tanto que tales asuntos se contemplan en función del Derecho consuetudinario, o dicho de otro modo, de la costumbre, la cual –no lo olvidemos– no solo cambia, evoluciona, se transforma y en ocasiones desaparece como consecuencia del paso del tiempo sino que, además, está jerárquicamente por debajo de la ley dentro de la escala de las fuentes del Derecho, y por tanto, no puede prevalecer sobre aquélla.


En el contexto de la Constitución Española de 1978, la reina Cristina de Suecia, caso de ser una reina española, no hubiese debido someterse jamás ni a la presión de su corte para desposarse y engendrar un heredero, e incluso, caso de haberlo querido, podría haberse casado con la condesa Ebba Sparre, y tener hijos con ella mediante reproducción asistida. Pero, claro, estamos fantaseando con lo que podría haber sido y que, por desgracia, no fue. En la realidad de los hechos históricos, la “reina virgen” sueca –como la apodaban–, harta de las exigencias de su entorno, terminó abdicando. Llevando a cabo una jugada maestra –al menos, tal y como se ve en la película–, Cristina convirtió en sucesor a su trono al que luego sería rey de Suecia Carlos X Gustavo (encarnado en el film por François Arnaud), y lo hizo nombrándolo, primero, ¡su hijo! De este modo, la astuta reina cumplía con lo establecido con la costumbre de su época –como hemos visto, no tan lejos de lo que se contempla al respecto en la actualidad–, teniendo un “hijo” que, por tanto, era su heredero al trono, y poco después abdicó.


El artículo 57.5 CE regula las causas de abdicación y renuncia a la corona de España; como señalan, de nuevo, los autores mencionados líneas arriba, “podríamos definir la abdicación como el abandono o dejación voluntaria del oficio regio por el titular de la Corona, causándose la transmisión de sus derechos al sucesor”, a lo cual habría que añadir que “ninguna previsión más contiene la Constitución, con lo que la abdicación se nos presenta en su diseño constitucional como un mecanismo un tanto desdibujado. Cuestiones como el procedimiento de comunicación a las Cortes Generales, la necesidad de autorización parlamentaria previa, la posibilidad de una negativa de las Cámaras o el refrendo del acto de abdicación y otras que pudieran ir planteándose son las que habría de resolver el legislador orgánico en el desarrollo del artículo 57.5 de la Constitución(2). En otras palabras: que si la hipótesis que plantea el “caso Cristina de Suecia” se diera en la monarquía española contemporánea –negativa de un rey o reina españoles a casarse con una persona que no tenga su misma orientación sexual, tanto da que sea antes como después de su coronación; y negativa a la procreación heterosexual, con posibilidad asimismo voluntaria al recurso de técnicas de reproducción asistida–, lo que para cualquier ciudadano español son actos de libre ejercicio de sus derechos, serían, para las personas sujetas al “estatuto monárquico”, cuestiones de Estado susceptibles de ser contempladas y resueltas a golpe de ley orgánica. 


Otro análisis de “Reina Cristina” en:
http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2016/05/la-reina-virgen-sueca-reina-cristina-de.html




domingo, 22 de mayo de 2016

Injerencia internacional: “ESPÍAS DESDE EL CIELO”



[ADVERTENCIA: SI BIEN EL SIGUIENTE TEXTO NO ES UNA CRÍTICA DE ESTA PELÍCULA DESDE EL PUNTO DE VISTA CINEMATOGRÁFICO, SE REVELAN NUMEROSOS DETALLES DE SU TRAMA.] Lo que plantea Espías desde el cielo (Eye in the Sky, 2015, Gavin Hood) tiene gran relevancia para el derecho internacional. La tesis del film, en virtud del cual se presenta una injerencia internacional de uno o varios países en el territorio de un tercero sin la autorización expresa o tácita de este último, supone de entrada una grave violación del principio de soberanía nacional de las naciones. Como es bien sabido a estas alturas –no ha parado de repetirse de un tiempo a esta parte a raíz de las reivindicaciones independentistas de vascos y catalanes–, los artículos 1.1 y 2 de la Constitución Española de 1978 proclaman que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del cual emanan los poderes del Estado, y que la misma Constitución se fundamenta en la indisolube unidad de la Nación española, patria común e indivisible –se insiste– de todos los españoles, sin perjuicio del reconocimiento y garantía del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas (1).


La película plantea una situación hipotética pero verosímil en sus líneas generales: una operación secreta británica con el apoyo de la administración norteamericana detecta que en Nairobi va a tener lugar una reunión de importantes dirigentes de la organización terrorista islámica Al-Shabbaab, vinculada a Al Qaeda desde 2012 (2). En dicha reunión participan, entre otros, una ciudadana británica captada por el islamismo radical –Susan Danford (Lex King), ahora conocida como Ayesha Al-Hady–, y un ciudadano norteamericano, esposo de la anterior, que asimismo se ha unido a la misma causa –Abdullah Al-Hady (Dek Hassan)–, lo cual justifica esa colaboración británico-estadounidense. En torno a estos personajes se construye una operación secreta, cuya finalidad inicial es capturar a Danford. Dicha operación se articula alrededor de una compleja cadena de mando: la encargada de supervisar la misma “sobre el terreno” es la coronel británica Katherine Powell (Helen Mirren), la cual desde su base de operaciones en Gran Bretaña da órdenes a su personal en territorio keniano. La coronel Powell responde directamente a su superior, el teniente general Frank Benson (a cargo del malogrado Alan Rickman, en una de sus mejores interpretaciones), quien a su vez está reunido en un despacho junto con altas personalidades del gobierno británico: Brian Woodale (Jeremy Northam), el fiscal general del estado George Matherson (Richard McCabe), y Angela Northman (Angela Dolan), siguiendo “en directo”, vía monitores de televisión, el desarrollo de la operación. Operación que se lleva a cabo con la ayuda de un dron pilotado desde una base aérea sita en Las Vegas por el teniente Steve Watts (Aaron Paul).


La situación se complica a partir del momento en que las cámaras del dron, y más en concreto una minicámara disimulada en un diminuto dron con forma de moscardón (sic), manipulada a distancia por un agente secreto del gobierno keniano, Jama Farah (Barkhad Abdi), con vistas a espiar en el interior de la vivienda, descubre algo terrible: que Danford, Al-Hady y los demás radicales islámicos presentes en la reunión están preparando siniestros chalecos con explosivos de cara a cometer atentados tan pronto como abandonen la casa. La operación de captura de Danford se transforma, automáticamente, en una operación de –literalmente– asesinato de la susodicha y sus cómplices, con vistas –se dice– a evitar un mal mayor. Pero la cosa no acaba ahí: el cambio de situación fuerza a los representantes del gobierno inglés a valorar las repercusiones políticas y jurídicas de aquélla. Ello obliga a Woodale, Matherson y Northman a realizar una serie de consultas a sus superiores y/ o colaboradores, entre ellos el secretario británico de asuntos exteriores James Willett (Iain Glen) o el embajador de los Estados Unidos Ken Stanitzke (Michael O’Keefe), con vistas a conseguir el suficiente asesoramiento y respaldo de cara a una decisión que no solo va a implicar muertes sino, además, lo que eufemísticamente se conoce como “daños colaterales”: las víctimas inocentes de los alrededores que saldrán heridas o muertas como consecuencia de la detonación de los misiles que el dron lanzará sobre la casa de los terroristas. Para más inri, y una vez se decide lanzar el ataque, un nuevo factor complica el asunto: la presencia de uno de esos potenciales “daños colaterales”, una niña –Alia (Aisha Takow)–, que está vendiendo pan justo en la misma esquina de la casa que va a ser destruida con el dron, y que, por eso mismo, con toda certeza perecerá.


La película recalca el hecho de que la operación secreta británica se está llevando a cabo con la autorización del gobierno de Kenia, el cual colabora aportando soldados: un grupo de militares nacionales están preparados para intervenir tan pronto como se dé la orden de detener a Danford y sus cómplices. Desde este punto de vista, no habría violación de la soberanía nacional keniana por parte del gobierno británico, dado que la injerencia se estaría llevando a cabo no solo con su permiso, sino incluso con su colaboración. La situación cambia a partir del momento en que la operación de detención pasa a convertirse en operación de asesinato: temerosos de que “sus presas” se les escapen, las autoridades militares participantes en la misión –la coronel Powell y el teniente general Benson– recomiendan fervientemente a los responsables políticos que actúen rápidamente, ordenando el lanzamiento del misil desde el dron de vigilancia. Más allá del siniestro juego del gato y el ratón que se desata a partir de ese momento, y dejado de lado las disquisiciones morales y éticas que semejante decisión implica con vistas a “justificar” (sic) la comisión de lesiones o, peor aún, la muerte de inocentes, está muy claro que el utilizar armas de destrucción masiva sobre una población civil en un país donde no ha habido declaración oficial de guerra es, pura y simplemente, un delito. Sobre todo, si tenemos en cuenta que el alto mando británico impulsor de la operación no está dispuesto a perder tiempo consultando con el gobierno keniano de cara a conseguir su autorización para consumar un ataque con arma de fuego que, con toda probabilidad, herirá o matará a ciudadanos kenianos inocentes; autorización que, lo más probable, el gobierno keniano jamás concedería.


Lo que plantea Espías desde el cielo no solo es una situación-límite altamente reprobable bajo cualquier punto de vista: plantea, además, una clara violación del principio de respeto a la soberanía de las naciones. Tal y como proclama el artículo 2 de la Carta de las Naciones Unidas, esta organización internacional y sus estados miembros parten de la base del principio de igualdad soberana de todos sus Miembros (3), lo cual significa que –al menos, en teoría; la realidad práctica suele ser, por desgracia, otra– no existen Estados de mayor categoría y menor categoría, y que, en consecuencia, un Estado no tiene porqué obedecer o ni tan siquiera soportar una injerencia en su territorio nacional como la que se muestra en este film; al menos, vuelvo a insistir, en teoría. En consecuencia, las acciones perpetradas por el gobierno británico serían punibles desde la perspectiva del derecho penal internacional y, por tanto, sancionables. No serían crímenes de guerra pues, como ya hemos apuntado, no ha habido declaración oficial de guerra entre Gran Bretaña y Kenia, y por lo tanto a la situación que plantea la película no le serían aplicables las sanciones que se prevén en los convenios y tratados internacionales por violación de lo dispuesto en las leyes y costumbres de la guerra –que, aunque parezca mentira, las hay–, tales como la famosa convención de Ginebra, y que se juzgan en la Corte Penal Internacional de La Haya (4), sin perjuicio de las sanciones que se puedan aplicar en casos que, como este, no hay declaración oficial previa de conflicto armado entre las naciones implicadas en el incidente.


Desde este punto de vista, los delitos cometidos por el gobierno británico en territorio keniano serían competencia de los tribunales de Kenia, si se aplicara en este supuesto un principio de territorialidad como el que se regula en España, donde se define como aquel criterio que establece la aplicación con carácter exclusivo de la ley penal del territorio a todos los hechos delictivos que se cometen en el mismo (5). Téngase en cuenta, como siempre digo, que como en este caso o en otros parecidos, cuando hablo del principio de territorialidad o de otros conceptos jurídicos, lo hago llevando a cabo una extrapolación del ordenamiento jurídico español a los “casos” o “temas” que sugieren las películas de las que se habla en este blog; y que este enfoque es tan solo meramente orientativo, nunca taxativo, pues en la realidad práctica lo que se aplicaría siempre es la legislación de los países implicados en las tramas de los films. Por tanto, y volviendo a la trama de esta película en concreto, y al menos en teoría, el gobierno británico debería responder ante los tribunales de Kenia por los asesinatos, los heridos y los destrozos cometidos por los dos misiles que, finalmente, termina lanzando el dron, con catastróficos resultados.


Un aspecto muy interesante que Espías desde el cielo sugiere entre líneas/ entre planos es el de la inexistencia de una legislación internacional en materia de terrorismo lo suficientemente efectiva. De hecho, caso de existir, la tesis que el film plantea carecería por completo de sentido si ya existiera una norma preparada para responder a las cuestiones morales, éticas, sociales, políticas y militares que se plantean en la trama. Actualmente, y salvo error del que suscribe, existen hasta 19 instrumentos jurídicos internacionales creados en el seno de Naciones Unidas para prevenir los actos terroristas (6). Pero está muy claro que, al tratarse de instrumentos de prevención, no son soluciones que vayan a la raíz del problema, sino más bien remedios de cara a la subsanación y/ o mitigación de los daños cometidos por la acción terrorista consumada. Un terrorismo que, dada la escalada actual, y convertido de facto en una especie de “Tercera Guerra Mundial”, sigue sin tener a día de hoy una solución fácil.

(6) http://www.un.org/es/counterterrorism/legal-instruments.shtml

lunes, 16 de mayo de 2016

La enfermera asesina: “ACUSADA (LUCIA DE B.)”



[ADVERTENCIA: SI BIEN EL SIGUIENTE TEXTO NO ES UNA CRÍTICA DE ESTA PELÍCULA DESDE EL PUNTO DE VISTA CINEMATOGRÁFICO, SE REVELAN NUMEROSOS DETALLES DE SU TRAMA.] Acusada (Lucia de B., 2014), de Paula van der Oest, es una interesante producción holandesa que reconstruye cinematográficamente –con todo lo que ello comporta de manipulación a efectos dramáticos, o si se prefiere, dramatúrgicos– el caso real de Lucia de Berk, también conocida como Lucia de B. o como Lucy de B., una enfermera nacida en La Haya el 22 de septiembre de 1961 que, tal y como relata Wikipedia (1), en 2003 fue condenada por un tribunal de su país a una pena de prisión perpetua, por cuatro asesinatos y otros tres intentos de asesinato de pacientes a su cargo, todos ellos –como se detalla en la película– bebés y ancianos. La sentencia fue apelada en 2004, pero con resultados desastrosos para la condenada, pues el tribunal de apelación no solo confirmó la condena, sino que además aumentó a siete el número de supuestas víctimas de asesinato a manos de Lucia. Un artículo referenciado en esa misma entrada de Wikipedia (2) afirma que Holanda es uno de los pocos países europeos que en la actualidad mantienen la figura de la cadena perpetua, es decir, la prisión de por vida, vigente en los Países Bajos desde 1870 y, por lo que parece, de momento sin trazas de remitir. El caso de Lucia de Berk es complejo y bien merece una explicación un poco más detallada, a la luz tanto de los datos que aporta el mencionado artículo de Wikipedia como la trama del film de Paula van der Oest, el cual parte de un guion escrito por Moniek Kramer y Tijs van Marle.


Según Wikipedia, el caso Lucia de Berk arrancó en La Haya el 4 de septiembre de 2001 con la muerte de Amber, una bebé que se hallaba en el Juliana Kinderziekenhuis (Hospital para Niños Juliana). La muerte del infante –de sexo masculino y llamado Timo en la película, posiblemente por la necesidad que han tenido los productores del film de hacer cambios para preservar la privacidad de los personajes reales y sus familias– trajo consigo la apertura de una investigación. De la misma se extrajo la conclusión de que entre septiembre de 2000 y septiembre de 2001 se habían producido hasta nueve incidentes relacionados con otros bebés y también pacientes ancianos, varios de ellos con resultado de muerte. En todos esos incidentes estuvo presente la enfermera Lucia de Berk, que era la encargada de la atención a los pacientes y de la administración de medicamentos. Una sospecha de envenenamiento con digoxina (3), una sustancia que se utiliza ocasionalmente en el tratamiento de diversas enfermedades del corazón que no pueden ser controladas con otros medicamentos, y que tiene numerosos efectos adversos (en el film se afirma que su administración en una dosis excesiva puede provocar paradas cardiorrespiratorias), motivó que el hospital presentara cargos contra Lucia.


Ya hemos avanzado que, el 24 de marzo de 2003, Lucia de Berk fue condenada a prisión de por vida por cuatro asesinatos y tres intentos de asesinato, y que la apelación, sustanciada el 18 de junio de 2004, confirmó la sentencia por siete asesinatos y tres intentos de asesinato. Resulta tan interesante como, sobre todo, pavoroso que Lucia fuese condenada en primera instancia en virtud de un veredicto que se sostenía principalmente en una estadística de cálculo (sic), habida cuenta de que –tal y como, de nuevo, detalla la película– nunca se pudo demostrar que a ninguna de las supuestas víctimas de la enfermera se les hubiese inyectado digoxina porque jamás se encontraron señales de agujas hipodérmicas en sus cuerpos, y tampoco hubo testigos que presenciaran los hechos. El razonamiento del tribunal de la primera sentencia (tribunal de primera instancia) consistía en que, en virtud de ese cálculo estadístico, la posibilidad de que Lucia no hubiese estado presente en los incidentes, incluso teniendo en cuenta los cambios de turnos de las enfermeras, era tan solo de una frente a 342 millones… Es lo que en el ordenamiento jurídico español se conoce como prueba indiciaria o indirecta, es decir, aquélla que permite dar por acreditados en un proceso judicial unos hechos sobre los que no existe una prueba directa, pero que, a partir de estimar probados otros hechos relacionados con lo que se pretende probar, cabe deducir razonablemente la certeza o acreditación de estos últimos hechos (4).


La sentencia de apelación –sigue explicando la misma fuente– llegó a reconocer que al menos en un par de casos no había pruebas de que Lucia hubiese envenenado a los pacientes, pero en lo que respecta a los demás casos, consideró que, aunque las muertes no podían ser explicadas por razones médicas, debían haber sido causadas por la acusada porque estuvo presente en todos los incidentes del sumario. El tribunal de apelación (tribunal de segunda instancia) concluyó que, a pesar de la teórica “debilidad” de las pruebas incriminatorias, los hechos estaban estrechamente relacionados entre sí por una relación de causalidad la cual, afirmaba, estaba más allá de toda duda razonable. En nuestro ordenamiento jurídico, la relación de causalidad es el nexo que une toda causa a un resultado, en virtud del llamado principio de causalidad, según el cual a toda causa le sigue un resultado (5). Eso explicaría por qué el tribunal de apelación consideró, en base a esa misma relación de causalidad, que los asesinatos presuntamente perpetrados por Lucia fueron siete y no cuatro, como había valorado el tribunal de primera instancia, en virtud del siguiente silogismo: si siete de los incidentes habían acabado en muerte, y en los siete Lucia estuvo presente, ella era la responsable de las muertes, a falta de otra explicación. Sin más.


El film no recoge un dato del caso que, al parecer, causó mucha controversia en Holanda: la detención en el Pieter Baan Center, una unidad de observación psicológica penal, de un hombre que insinuó ser el auténtico responsable de todos los asesinatos e intentos de asesinato atribuidos a Lucia de Berk con las siguientes palabras: “Yo liberé a esas trece personas de su sufrimiento”. Su declaración intentó ser utilizada por el abogado de Lucia en la apelación, pero, llegado el momento procesal oportuno, el hombre retiró su declaración, diciendo que se la había inventado. Ello desató una fuerte oleada de críticas contra los tribunales holandeses por parte de numerosos medios de información, hasta el punto de que una serie de artículos posteriores a la confirmación de la condena en segunda instancia pusieron seriamente en duda la legalidad de la misma.


La película sí que recoge, en cambio, cómo tras la apelación apareció un documento que, en teoría, tendría que haber dado un giro determinante al caso: un informe de un laboratorio médico de Estrasburgo, que corregía los informes médicos aportados en primera instancia afirmando que los análisis que confirmaban la presencia de digoxina en las víctimas no eran correctos y que las muertes podrían haberse producido por causas naturales. Ello, así planteado, podría haber supuesto la exculpación de facto de Lucia de Berk. Pues no: tal y como también se muestra en el film, el nuevo elemento probatorio fue valorado por el Tribunal Supremo de los Países Bajos, que el 14 de marzo de 2006 rechazó el informe del laboratorio de Estrasburgo considerándolo irrelevante (sic), y asimismo rechazó la posibilidad, planteada por la defensa de Lucia, de que su cadena perpetua pudiera cambiarse o alternarse con una pena de internamiento en un centro psiquiátrico. La subsiguiente apelación ante la Corte de Ámsterdam fue, de nuevo, negativa para la protagonista de nuestra historia: el 13 de julio de 2006, el Tribunal de Apelación de Ámsterdam confirmó la resolución del TS, condenando a Lucia de Berk a cadena perpetua y denegando esa posibilidad de inmovilización posterior en un centro psiquiátrico. Antes de esta última resolución, y tal y como asimismo se representa en el film, la protagonista sufrió un derrame cerebral algunos días después de la sentencia del TS, siendo internada en el hospital de la prisión de Scheveningen.


A falta de mayores datos al respecto, y retrocediendo un poco en el desarrollo de los hechos, en la película se da la circunstancia de que el descubrimiento del informe del laboratorio de Estrasburgo que podría suponer la libertad para Lucia de Berk es llevado a cabo por la misma joven ayudante de la fiscal que, en un primer momento, estaba firmemente convencida de que la protagonista era culpable de los delitos que se le imputaban. Nos referimos al personaje de Jenny (Amanda Ooms), la nueva ayudante de la fiscal identificada en el film como Ernestine Johansson (Annet Malherbe): desconozco si el nombre de esta última es el verdadero, o de si la persona del ministerio fiscal que llevó la acusación contra Lucia de Berk era hombre o mujer; del mismo modo que ignoro si Jenny está basada en un personaje real, fuera hombre o mujer, o de si se trata de una mera ficción creada en el guion.


Tras toda aquella serie de fracasadas tentativas de conseguir la libertad de una Lucia de Berk que, desde el primer día y hasta el final, proclamó con firmeza su inocencia, la oscuridad dejó paso a la luz a raíz de la labor de alguien que, curiosamente, no aparece ni tan siquiera mencionado en la película: el filósofo científico Ton Derksen, quien, con la ayuda de su hermana, la geriatra Metta de Noo-Derksen, escribió un libro sobre el caso, demostrando de manera contundente que el razonamiento del tribunal de primera instancia, el cual, recordemos, condenó a la enfermera en base a un cálculo estadístico, estaba completamente equivocado. Los hermanos Derksen, con el apoyo de un fuerte movimiento popular a favor de la condenada –aspecto que, este sí, se refleja en el film–, lograron presentar sus teorías como un novum. Según el sistema jurídico holandés, la presencia de un hecho nuevo, o novum, es suficiente para reabrir un caso: lo que en España se conoce como proceso de revisión por concurrencia de hechos nuevos o de nuevos elementos de prueba (6). Se formó a tales efectos una comisión, la cual reconsideró los siguientes puntos dudosos: 1) si podrían haberse producido otras muertes inexplicables cuando Lucia de Berk no estaba presente, y que dichas muertes fuesen desconocidas por la fiscalía; 2) si a los expertos consultados durante el proceso se les había suministrado toda la información relevante disponible; y 3) si los conocimientos científicos actuales podían arrojar nueva luz sobre la cuestión de la digoxina.


En octubre de 2007, la comisión dictó un informe en el cual se recomendaba reabrir el caso, en base a fundadas sospechas de que el procedimiento judicial podía estar viciado desde sus inicios como consecuencia de la concurrencia de personas vinculadas a la dirección del Juliana Kinderziekenhuis, el hospital en el que murió la bebé Amber, las cuales habían llevado a cabo las primeras investigaciones internas de lo ocurrido para luego avisar a la policía y, más tarde, presentarse ante los tribunales como profesionales expertos independientes, dañándose así la imparcialidad de la instrucción del caso. Este aspecto queda muy claro en el film, donde la ayudante de la fiscalía Jenny acaba dándose cuenta de que su superiora, la fiscal Johanssen, es en realidad buena amiga de Jaap van Hoensbroeck (Barry Atsma), director del hospital donde trabajaba Lucia.


Algo, en cambio, que no refleja la película es que, algunos meses después del informe de la comisión, el 2 de abril de 2008, Lucia de Berk fue puesta en libertad durante tres meses porque un nuevo examen de los restos de una de sus “víctimas” indicaba que la posibilidad de una muerte natural no podía ser descartada. Tan pronto como el abogado general del Tribunal Supremo G. Knigge solicitó formalmente la reapertura de la causa el 17 de junio de 2008, a Lucia se le permitió seguir en libertad, a la espera de un nuevo juicio ante el Tribunal de Arnhem. En el film, en cambio, la liberación de la protagonista no se produce hasta que, en una última y definitiva vista oral, se proclama su no culpabilidad. El 14 de abril 2010, el tribunal dictó ese veredicto de no culpabilidad de Lucia de Berk, a la vista de una serie de irrefutables evidencias que demostraban que los bebés habían muerto por causas naturales, y que incluso podrían haberse dado diagnósticos médicos defectuosos, ajenos a la labor de Lucia y sus otras compañeras enfermeras. Este aspecto se apunta en la película, curiosamente, en sus primeras escenas: una doctora es llamada urgentemente al hospital para que atienda a un bebé –Timo, el Amber de ficción–, el cual acaba de sufrir una crisis; la doctora se presenta elegantemente vestida…, y tambaleándose, como si hubiese estado bebiendo (todo indica que ha venido corriendo tras salir de una fiesta); examina al bebé y anota en el diario de sala que su estado es “estable”; pero, a pesar de ello, poco después, Timo muere. En el caso real, también se cuestionó el teórico envenenamiento por una sobredosis de digoxina, pues un estudio demostró que los niveles de digoxina suelen aumentar en los cuerpos sin vida que en los cuerpos de personas vivas.


Hay una importante cuestión, que se apunta con firmeza en la película y que posiblemente se encuentre desarrollado en algunos de los libros y artículos que se han escrito sobre el caso Lucia de Berk. Me refiero al hecho de que, siendo una adolescente, Lucia –corriendo a cargo, en este caso, de la joven actriz Shannon van der Water– fue obligada a prostituirse por su propia madre (interpretada en la película por Pieternel Pouwels), tal y como se visualiza en una serie de cortos flashbacks. El pasado como prostituta de la protagonista, unido al hecho de que es una mujer que no cae bien entre la mayoría de sus compañeras enfermeras –entre otras razones, porque Lucia es la única que demuestra una dedicación y profesionalidad en el cuidado de los pacientes que para sí quisieran sus despreocupadas colegas, a las que reprende en más de una ocasión por ello–, es lo que contribuye a crear a su alrededor una “mala fama” que no hace sino acrecentarse a partir de que se formulan contra ella cargos por asesinato. No hace falta recordar aquí otros tristemente célebres casos ocurridos en nuestro país, donde la opinión pública se formó una imagen “negativa” de no pocos imputados por el mero hecho de que no generaban empatía alguna a su alrededor. Sencillamente, porque no “caían bien”. Una nueva demostración de los peligros de mezclar la moral, y el moralismo, con la imparcialidad que requiere el ejercicio del Derecho y la administración justa de la justicia, valga la redundancia.
    
(4)